Capítulo XXXI

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La sala de fiestas del palacio de Gondorf estaba abarrotada de gente distinguida de muchos lugares del globo. Uno se distraía viendo la variedad de vestimentas formales que eran auge en los distintos continentes del planeta. La moda variaba de país a país, de reino en reino, y si bien solía dirigirse a una tendencia capitalina, la creatividad de los diseñadores Gondorianos era amplia e inédita. Luego de vivir tres años en aquel lugar, Kara podía decidir perfectamente a dónde pertenecía cada grupo de individuos tan solo por contemplar el tamaño de los volantes de sus atuendos, la altura de los sombreros, la posición de las cintas o el número de joyas que decidiesen utilizar.

Y su sagacidad no solo se extendía a un asunto tan ínfimo como ese. Por la fuerza más que por gusto, había ido desarrollando una percepción asombrosa en asuntos atinentes a su deber, que se basaba mucho en la aguda y silenciosa observación. Mirando en retrospectiva, ya no habría podido afirmar cómo estaba donde estaba y era como era. Y quizás eso fuese mejor que reconocerse en sí misma como la antigua Kara. Prefería vivir en el presente y hacer lo que debía sin pensar demasiado en ello.

Intercambió una mirada con la reina Ramagena, su reina, que conversaba en aquel momento con algunos de los políticos más corruptos e incapaces de su nación. Para Kara no había secretos; conocía toda la suciedad y los trapos sucios ocultos debajo del tapete del sistema absolutista de Gondorf, y se arrastraba con toda naturalidad en esa montaña de estiércol que estropeaba la vida de los ciudadanos de las formas más rebuscadas y crueles. Kara era un eslabón, quizás se había convertido en uno de los más importantes, aunque sospechaba que, por más dependiente de ella que fuese la reina, conociendo sus modos, no dudaría en ordenar que le rebanasen el cuello en el momento menos esperado.

Ramagena elevó una comisura y volvió a su conversación. Kara interpretó el gesto como una señal sumamente discreta y, con las manos en la espalda, andar suave y expresión distante, atravesó la sala como una sombra imperceptible.

De la manga de su blusa extrajo un puñal con una gema roja incrustada en la empuñadura y ocultó la hoja en la palma de su otra mano, deteniéndose junto a una columna de mármol a esperar. Nadie reparó en ella, y desde su posición, era capaz de observar todos los acontecimientos de la velada.

La reina acudió a sus representantes para que la música se detuviese y la multitud callase. Luego subió a la tarima detrás de la cual se elevaba el trono y sonrió a sus espectadores. Ramagena tenía una inteligencia afilada e impredecible, pero una de sus mayores flaquezas era el disimulo de gestos cálidos como aquel. Era tal su frialdad, que la misma acaparaba cualquier intento de demostrar lo contrario, dando como resultado la sonrisa más falsa que pudiese existir.

-          Bienvenidos a todos y a todas. Es un placer contar con su presencia en esta noche de celebración. Muchos de ustedes han tenido que viajar una gran distancia para acompañarnos y honrar con su presencia a nuestra más ilustre hechicera, la gran Fragata. Por favor, ¿puede su eminencia pasar al frente?

Una mujer se abrió paso seguida por los ojos de la multitud que la aclamaba. No era anciana, pero tampoco estaba en la flor de la juventud. Su pose era digna e imponente, y ocultaba detrás de sí una decadencia que llevaba años desarrollándose. La hechicera se puso de pie ante los gondorianos y sus ojos, pasando de todos ellos, alcanzaron a la figura apartada de Kara. Sus labios sonrieron de una forma extraña, y la joven supo, no sin cierta exaltación, que Fragata conocía los planes de la reina, y sabía que aquella sería su última noche. Mas, contrario a lo que haría cualquiera, no puso a nadie en alerta. Probablemente todos en la sala le eran diez veces más fieles a ella que a Ramagena, y habrían corrido en su ayuda sin dudarlo, pero nadie se enteró del peligro que corría, y Kara admiró profundamente la tranquilidad de la mujer cuando no detectó el más mínimo rastro de temor o desesperación en esa mirada que intercambiaron. En cambio, halló en ella una amabilidad sin fronteras; compasión hacia el resto, incluso hacia su asesina.

Nuevos comienzos-  II Parte (Supercorp)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora