Capítulo XXII

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Fabilonia, apodada la gran mujer, era implacable como líder y, según la fama que había llegado a rodear a su persona, una guerrera temible para sus enemigos, admirada por sus amigos e inferiores. No existía aún ningún combate o enfrentamiento en el que no hubiese salido victoriosa; los dioses sabían que la dama de la guerra estaba a su favor. Todos en Waburyxen lo comentaban, así que no había duda.

Reyes y reinas, emperadores y duques, así como toda clase de figuras de autoridad habían recurrido a ella para que librase sus territorios de enemigos indeseados. Fabilonia no tenía patria; se movía por medio de favores y servicios bien remunerados de los que siempre extraía algún beneficio extra. Tales eran sus triunfos que, si hubiese querido, podría haber dejado a un lado su bracamarte y pasado el resto de sus días en uno de sus castillos, cómoda y sin pasar ninguna necesidad. Pero Fabilonia era de la sangre de los leonios; necesitaba pelear no solo para sobrevivir, sino para vivir. Si no era guerrera, no era nada, y abandonaría el campo únicamente cuando sus piernas dejasen de sostenerla y sus brazos cayesen, marchitos e incapaces de sostener siquiera la espada más liviana. O, de otra manera, cuando un enemigo consiguiese derrotarla al fin, cosa que hasta entonces parecía poco probable. Ningún ser de Waburyxen era lo suficientemente poderoso para ello. Al menos eso se creía.

Fue una mañana, en los campos al sur del imperio de Eminalyn, mientras marchaba con su ejército de mercenarios a las espaldas para enfrentar a los nómadas, cuando su perspectiva cambió. La vieron bajar desde el cielo, una sola figura en un desierto solitario. Su sombra se proyectó en la tierra azulada debido a la entrada del amanecer a su espalda. Los espléndidos soles gemelos de Waburyxen se elevaron y descubrieron su cabello dorado. ¡Qué curioso color! Ni Fabilonia ni ninguno de sus compañeros lo habían visto jamás en ningún Xense. Y era tan diminuta... ¿Sería alguna especie de enana de las montañas? ¿Un mutante?

El ejército se detuvo ante el descubrimiento. Alrededor de Fabilonia se oían toda clase de murmullos y cotilleos. ¿Era una amenaza? ¿Una distracción de los nómadas para que cayesen en una trampa? Algo era seguro; los mercenarios a su cargo no se detenían a preguntar. Ya uno de ellos, escapando a cualquier orden, acababa de tomar una lanza para salir corriendo al ataque. Todos vieron lo mismo. La figura diminuta no corrió ante el gigante Xense que se le venía encima; esperó pacientemente, y cuando la lanza de este fue a clavársele en el pecho, se convirtió en astillas.

El mercenario trastabilló impresionado y se irguió. Su siguiente ataque fue con los puños. Fabilonia y sus seguidores observaron anonadados cómo era derrotado sin el más mínimo indicio de combate. ¿Qué había pasado? ¿Acaso la figura estaba armada? Los ojos de los Xenses eran muy precisos en su alcance, y a ninguno de ellos le pareció ver nada de eso.

La capa roja del enemigo ondeaba a favor de la brisa. Fabilonia empuñó su bracamarte y lanzó un grito de guerra. Los que se disponían a imitar al primer mercenario retrocedieron una vez más a sus lugares. Su líder lo había dejado claro; esa batalla era suya, de nadie más. Pobre del que la desobedeciera.

La sangre de Fabilonia hirvió de jubiloso deseo. ¿Sería la pelea que hacía tiempo que estaba esperando? Todos en su familia tuvieron en algún momento el enfrentamiento de sus vidas. El triunfo era igual de grato que el perecimiento en su tradición; la oportunidad misma valía por sí sola.

Bajó de su montura; un dragón enano de escamas blancas como el cabello de ella. La bestia expulsó humo por las fosas nasales e inclinó la cabeza hacia atrás, soltando un rugido de apoyo. Amaba casi tanto como su jinete hacer correr la sangre, y sin lugar a dudas, la aclamaba por ello.

Fabilonia corrió hacia su objetivo. A cada paso, la amenaza le parecía menor, pero no se engañaba. Las apariencias en los enemigos podían ser un arma de doble filo o una trampa. Esperaba, aunque se reprochaba de vez en cuando por ello, que sus contrincantes tuviesen los mismos valores que ella. No se bromeaba con un enfrentamiento mano a mano; había que respetarlo. Se trataba de una cuestión de principios.

Nuevos comienzos-  II Parte (Supercorp)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora