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Ocho.

— ¡Ya basta! —grito de dolor, sintiendo como se desgarra mi garganta.

La fusta impacta de nuevo, y las lágrimas caen como torrente. El dolor es agonizante y mis piernas están tan débiles que apenas puedo sostenerme, si no fuera por las cadenas que me mantienen sujeta, ya estaría en el suelo.

Otro grito se me escapa cuando vuelvo a sentir mi piel abrirse, quemándose y ardiendo. «No más, ya no más». Lloro como una chiquilla porque no merezco esto, porque yo no robé ese cuchillo, porque este dolor me está calando los huesos.

Sollozo con fuerza y me encojo al sentir otro golpe en mi piel. Rogando porque pare, clamando porque se detenga.

— ¡Es suficiente!

Apenas y puedo escuchar la exigencia por encima de mi llanto. Los golpes se detienen y tiemblo en mi sitio, pidiendo internamente que la tortura haya terminado. Mis ojos están cerrados con fuerza y no me preocupo en escuchar lo que pasa a mí alrededor, solo quiero que esto termine. Solo quiero descansar.

Alguien me toca el brazo y doy un respingo, enfocando a quien me sujeta con suavidad. Observo a E a través de mis lágrimas, no hago nada, no tengo fuerzas para luchar. Libera mis muñecas de las cadenas y si no fuera por su agarre, ya estaría en el piso. Me toma en brazos y suelto un alarido de dolor.

—Lo lamento —se disculpa y cierro los ojos dejándome ir.

(...)

Despierto asustada con el tacto de alguien en mi espalda y lo primero que hago por instinto es intentar levantarme.

—Tranquila —E me sujeta para que no me mueva y miro mí alrededor. Es una habitación—. No te hare daño, estoy curándote.

Me explica y observo sus manos comprobando que es cierto porque sostiene un algodón y al lado hay un botiquín. Me vuelvo a acostar boca abajo y cierro los ojos. Estoy desnuda, solo me cubre una sabana de la parte baja de la espalda hacia abajo y me siento como la mierda. El ardor que siento cuando trabaja en mi espalda me hace soltar un quejido bajo.

E trabaja rápido, intentando provocarme el menor dolor posible y yo solo reprimo los quejidos de dolor, mordiendo mi labio inferior con fuerza. Se detiene después de un rato.

Lo escucho carraspear —Debo terminar de curarte —hace una pausa—, más abajo.

La vergüenza me corroe y solo asiento, dejándolo desnudar mi trasero. Sigue trabajando en mis heridas mientras yo no dejo de derramar lagrimas en silencio. Y cuando termina con lo suyo, me advierte que no me puede cubrir, por lo menos no hasta que mejore.

Asiento de nuevo y escucho como arregla el botiquín y da la vuelta dejándolo en la mesa de noche. Cierro los ojos y dejo reposar mi rostro, sorbiendo por la nariz.

E retira un mechón de cabello mojado por mis lágrimas saladas y yo me niego a observarlo.

—Yo no lo hice —le digo, queriendo que alguien me crea—. Juro que no robé nada.

—Yo te creo —abro los ojos, mirándolo fijamente y toma una de mis manos—. Te creo Bárbara.

Y por primera vez desde que estoy aquí, se siente bien que alguien me llame por mi nombre.

E.

Salgo de la habitación hecho una furia. ¡Maldita sea!

Mi tío no está, así que en esta casa solo estamos los guaruras, Bulldog y yo. Recorro toda la casa buscándolo y lo encuentro en frente fumando un cigarrillo. Lo tomo por el cuello con fuerza.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora