Cinco.
No puedo moverme. El dolor, la humillación y las ganas de morir son tantas que lo único que puedo hacer es llorar en silencio.
Mi cuerpo esta golpeado y sucio, y soy solo un ovillo en el suelo. No sé hace cuanto paró la tortura, no sé cuanto llevo aquí sintiendo estas inmensas ganas de acabar con mi vida. Solo sé que el sol me da de ello y que mi cuerpo palpita de dolor, que estoy deshidratada y que no he comido nada en toda la mañana. Y aun así, no quiero moverme. No puedo moverme.
Las lágrimas siguen saliendo. Yo sigo deseando morir, y el recuerdo de Quentín y de sus caricias manchadas me hace sollozar. No soy una santa o una mojigata, he tenido actividad sexual; sin embargo, solo llegué así de lejos con él.
Obligo a mi mente a distraerse, para intentar olvidar el dolor.
Inspiro hondo y recuerdo a Ricardo. Mi primer y único novio, estaba tan enamorada de él. Creí que nuestro amor duraría para siempre, por ridículo que suene. Y creo que hubiese sido así si él no se hubiera ido a Grecia.
Los bonitos recuerdos que tengo con él aparecen, calentando solo un poco mí pecho. Nunca fui capaz de entregarle mi primera vez, nos divertíamos como todo adolescente experimentando con nuestros cuerpos, no obstante, nunca llegamos a más.
Lagrimas gruesas caen al suelo porque él y Quentín siempre me dieron valiosos momentos, momentos gratos de intimidad que siempre he atesorado. Con Ricardo descubrí lo satisfactorio que es dar y recibir placer mediante el sexo oral, lo fácil que es tener ese tipo de intimidad cuando te sientes en confianza, cuando te sientes amado. Con mi vecino, aprendí lo adorada y querida que te llegas a sentir cuando aprecian tu cuerpo, cuando llenan de caricias hasta tu alma. Solo estuvimos dos veces, pero bastaron para hacerme sentir la mujer más perfecta del planeta.
Vuelvo a sollozar porque jamás me recuperaré de esto. Jamás podré olvidar como ultrajaron mi cuerpo, como infringieron tanto dolor en mi alma.
Escucho unos pasos por encima de mis pequeños hipidos y me tenso, cerrando con fuerza los ojos. «Que no sea él, que no venga de nuevo por mí»
Los pasos se detiene y su sombra cae en mi cuerpo, porque no siento la intensidad del sol en mis ojos. Me trago un sollozo, aun sin abrir los ojos. «Por favor, no de nuevo, por favor»
Alguien se acuclilla y sigo teniendo tanto miedo que no abro los ojos, solo lloro en silencio.
— ¿Puedes levantarte?
La voz mecánica y extraña, me hace saber que no es el mismo tipo. Así que me obligo a abrir los ojos. Con la humillación, el dolor y la suciedad carcomiéndome por dentro, enfrento al hombre frente a mí.
No respondo, me quedo observando el verde intenso de sus ojos a través del pasamontañas. «Es el chico». El recuerdo de él, junto a Muérgana invade mi mente. Y es la primera vez que lo veo tan de cerca, incluso, la primera vez que lo veo luego del primer día de mi cautiverio.
— ¿Puedes ponerte de pie? —pregunta. Y no sé de donde proviene esa voz mecánica, sé que no es su voz. No puede ser su voz, no se oye humana.
No quiero responder porque no puedo soltar palabra sin largarme a llorar, así que me limito a hacer un esfuerzo por averiguarlo. Sollozo cuando la punzada allá abajo me sacude de dolor y mi desnudes no ayuda para sentirme menos herida.
Cierro los ojos, esforzándome por ignorar que un extraño esta presenciando como me quiebro lentamente. Y de pronto, siento algo cálido cubrirme el cuerpo. Cuando observo que es, descubro que es una manta, una que mantiene mi cuerpo desnudo protegido. O así lo siento yo.

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Derecho a sanar ©
Mystère / Thriller«El brillo puede apagarse, la esperanza y la fe pueden acabarse, y aún así el espíritu y el alma se unen aferrándose a la vida, rugiendo con ferocidad para no quebrantarse, luchando con monstruos internos que a simple vista no se ven, sobreviviendo...