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Treinta y ocho.

Las pasadas cinco horas no han sido fáciles para mí, la visita de la bruja de mi suegra me ha dejado afectada, para muy a mi pesar debo admitir que si, logró su cometido, implantó miedo en mi.

No temo por mí, temo por mi hija. Ella es lo más preciado que tengo, lo único a lo que me aferro para no decaer en las pesadillas y jugarretas de mi mente.

Vuelvo a dar una vuelta y observo el techo por decima vez. Desde que toqué la cama estoy intentando dormir, y simplemente no puedo hacerlo. La bebé ya está profundamente dormida, hace horas le di de comer y al tocar la cuna no pasó mucho cuando se durmió.

Me incorporo y decido que es mejor ir a tomar un poco de leche, tal vez eso me ayude a dormir. Con esa idea en la cabeza salgo de la habitación directo a la cocina, el vestido de seda que utilizo para dormir se mueve gracias a la ventisca que se cuela por las ventanas y con ello también mi cabello, que cabe destacar, quiero cortar. Pienso que está demasiado largo para mi gusto, desde que abandoné mi vida en España no lo corto, y soy de crecimiento rápido, por ello casi me llega al final de los glúteos, y muchas veces estorba.

La brisa cesa y abro el refrigerador, a medida que sirvo la leche y le doy un buen sorbo, escucho las llantas de un auto en movimiento aproximarse. Eso capta mi atención de inmediato y salgo de la cocina, las luces toman la casa y cuando salgo al porche a ver qué ocurre, distingo varias camionetas aproximarse.

El corazón se me acelera, porque conozco muy bien una de ellas. Y si es quien creo que es...

Me acerco hasta las escaleras de la entrada y a pocos metros van estacionando todas. Fácilmente escucho mis latidos, la ansiedad es enorme y no quito la vista de la puerta de la Silverado que fue la primera en aparcar.

Cuando esta se abre no pierdo de vista ningún detalle, y reconozco de inmediato el hombre que baja de ella. Me paralizo de pronto, al verlo caminar hacia donde estoy porque parece irreal el tenerlo aquí de nuevo, luego de la enorme falta que me hizo. Y reacciono caminando hacia él, correría pero tarde me doy cuenta que un tengo el vaso de leche en la mano.

Me regaño internamente. «Estúpida, ¿por qué no dejaste el vaso dentro?»

Camino hacia E, queriendo abrazarlo y decirle cuanto lo extrañé, hablarle de mis miedos y que me diga que todo va a estar bien, porque él va a encargarse de eso. Quiero que me abrace para sentirme protegida, como siempre lo ha hecho.

Algo capta mi atención, y es una silueta que baja detrás de él. Me detengo de pronto, porque me parece reconocerlo de los medios, pero es imposible que...

El estruendo que causa el vaso que cae de mi mano no me saca de mi estupor cuando el miedo y el terror invaden mi sistema. Lo observo negándome a creer que es él, y su mirada se conecta con la mía. No dejo que esos ojos tan penetrantes me intimiden, sosteniendo el contacto sin importarme que todo mi cuerpo este en alerta. Me repara entera y me parece ver un atisbo de sonrisa; pero no puedo confirmarlo porque el que E me tome de los hombros me desconecta por completo del trance.

— ¿Estás bien? —inquiere, revisándome completa y llevándome lejos de los vidrios rotos—. ¿Te lastimaste?

No soy capaz de responderle e ignoro su persona, concentrándome en el individuo que directamente tiene que ver con todo el infierno que he pasado. Y sin importar las palabras de E, no puedo quitar mis ojos de él.

Él, que tiene un aura tan imponente, casi parecida a la del padre de mi hija. Solo que hay algo que los diferencia, y es que E no tiene en sus ojos ese brillo de experiencia. Es como si ese señor hubiera vivido muchas vidas, o eso me reflejan sus ojos.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora