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Nueve.

Toda la piel de mi espalda y glúteos esta lastimada. Y sin embargo, creo que ese no es el dolor más intenso que estoy sintiendo. El dolor agonizante que no me deja casi respirar lo tengo en el pecho, en el alma. Es punzante e insoportable porque cada vez me siento más rota.

No he probado bocado en días, así que me siento débil y moribunda. Me la paso más desnuda que vestida por mis heridas y ya ni me importa que me vean sin nada de ropa. Por lo menos no él.

E ha estado cuidando de mi, se ha vuelvo un chico distante y solo me habla de lo necesario. Yo por mi parte, no me quejo. Casi ni inmuto palabras cuando viene. Ha pasado menos de una semana desde que no veo a César, al parecer se fue y eso solo significa que ya no estoy a salvo.

Sé que me viene lo peor, sé que mi inminente tortura se acerca cada vez más. Y tengo tanto miedo. El pánico, la angustia, el temor y la desesperación es tan grande que el nudo en mi garganta no me deja respirar con normalidad.

Ya no soy la misma de antes, no me siento como Bárbara Hauser. Solo soy una niñita asustada y rota que la mayor parte del tiempo se echa a llorar. Ya me he resignado a lo peor, ya estoy preparada para el día de mi muerte y solo espero que llegue rápido y que no duela. Porque solo quiero descansar de una vez por todas.

La puerta se abre y observo a través del espejo a E, quien me detalla de pies a cabeza. Estoy desnuda frente a un espejo, he estado la última hora aquí observando a la chica que me devuelve la mirada. Esa chica que no soy yo. Esa chica que luce perdida y quebrantada.

—Otra vez frente al espejo.

Me encojo de hombros. Se ha vuelto mi rutina, me he propuesto convencerme de que, ya no soy yo quien está viviendo esta tortura y que lo mejor es dejar morir a la chica sufrida que está soportando este calvario. Eso me ha ayudado a aceptar mi muerte. A aceptar que la única parte intacta que queda de mi ─esa rota, nauseabunda y débil─ debe morir.

—Te traje comida, y esta vez sí debes comer.

Deja una bolsa en la mesa y vuelvo mi vista al espejo ignorándolo.

—Bárbara —su tono de advertencia no me inmuta.

—No quiero comer.

—Debes hacerlo —exige, ya irritado por negarme.

—No puedes obligarme.

Aparece a través del espejo, con su porte imponente y sus músculos tensos. Es un grandísimo idiota pero no puedo negar que tengo curiosidad de ver su rostro. Siempre usa ese estúpido pasamontañas y ese modificador de voz.

—Sí que puedo y no quieres que lo haga, así que coopera.

Ruedo los ojos —Ya deja de molestarme.

— ¡Deja de mirarte en ese maldito espejo y ven a comer!

Me volteo dándole la cara y le lanzo una mirada furiosa. La rabia hace estragos en mi sistema.

— ¡No me da la gana de comer!

Se acerca a mí a grandes zancadas y me toma del brazo. El agarre es tan brusco que me lastima y lucho, pero es inútil y me arrastra a la cama, sin embargo, le doy un pisotón que lo hace gruñir y soltarme.

— ¡Que no quiero! —me alejo de él unos cuantos pasos y suelta el aire con pesadez.

Nuestras miradas chocan llenas de rabia y vuelve a acercarse a mí, pero esta vez me toma de la espalda y me aprieta contra su cuerpo. Estoy completamente desnuda presionada a su cuerpo, sujeta mis muñecas unidas por detrás de mi espalda y con la otra mano hace presión en mis heridas. Chillo de dolor.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora