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Treinta y tres.

—Ya estas pisando las veintitrés semanas —dice el doctor, me ha tocado venir sola hoy porque E ha tenido un asunto urgente al que atender—. ¿Estás tomando el acido fólico?

—Sí, y también he estado haciendo los ejercicios de respiración que me indicó.

El doctor asiente, escribiendo algo en su computadora. Al pisar casi los cinco meses, empecé a tener complicaciones respiratorias y me cansaba mucho. Según los estudios que me hicieron, esto se debe a que cuando estuve en esa casa en Lastres, Asturia ─E me reveló la ubicación─, recibí tantos golpes cuando me torturaban que mis pulmones están resentidos. Y ahora que mi vientre ha crecido y que tengo más esfuerzo, la dificultad para respirar se ha hecho presente.

—Eso es bueno, recuerda que tu embarazo es muy delicado. El que te sometieran a tantos golpes, a todas esas torturas, ha debilitado tu cuerpo y muchos órganos sufrieron daños  que aunque no hayan sido significativos el que no fueras atendida por un médico y tratada de la forma correcta ocasionó estas consecuencias que estas presentando —me explica—. Por eso las jaquecas y la fatiga, debes permanecer siempre en reposo, no hagas muchos esfuerzos y sigue alimentándote bien, yo me encargaré de ayudarte desde aquí, pero tú en casa debes cuidar de ambos.

—Estoy siguiendo todas las indicaciones doc.

El doctor asiente y me pide que vaya a la camilla. El resto de la consulta es como siempre, me muestra los latidos de mi bebé, lo que ocasiona que me vuelva un mar de llanto y me vuelvo a quejar de lo frio que es el gel que esparce en mi vientre. Me habla sobre todo lo que ya sé, sobre los pasos a seguir y mide mi vientre cuando le pido el favor.

—Ha crecido siete centímetros desde la última vez, felicidades —me sonríe.

Le devuelvo la sonrisa, tocando mi vientre. Ya está bastante grande, y es muy notable que estoy esperando un hijo.

Al salir de la consulta, muchas de las miradas de las madres caen en mí. Sé que están juzgándome mentalmente, tengo 18 años y se nota a kilómetros así que supongo no es bien visto en esas señoras tan distinguidas y sofisticadas que una adolescente vaya a tener un hijo.

Pero así es la sociedad, juzgan sin saber. Y como ninguna de ellas me da de comer, me importa muy poco lo que piensen.

Al salir de la clínica privada, ingreso a la camioneta negra aparcada cerca de la entrada y Manuel conduce por las calles. Es mi chofer y me recuerda mucho a mi difunto abuelo, creo que tiene la edad de cuando él murió.

— ¡Manuel! —Chillo, al pasar por una paletería—. Detente aquí.

Él aparca y observa a verme atento a mi siguiente orden.

— ¿Puedes ir a comprarme algunas golosinas?

Le sonrío y una sonrisa arrugada invade sus labios.

—Claro que sí señora, espéreme aquí.

Baja del vehículo y a los minutos vuelve con una bolsa en sus manos que me entrega. En todo el camino sonrío como una niña pequeña, con una paleta en la boca. Creo que el embarazo me ha hecho una adicta a los dulces, aunque no es como si todos los días los comiera, E me tiene vigilada y él mismo me da pequeñas raciones de vez en cuando.

Hace casi una semana no pruebo golosinas. El helado de vainilla con galletas es lo único que me permite porque hasta le he llorado, y aun así solo me da menos de la mitad de lo que comía antes. Pero lo entiendo, solo intenta cuidar de mí.

Al llegar a casa, bajo con ayuda de Manuel y camino a la entrada. El pequeño bolso que llevo colgado a mi hombro vibra, y sé que es E quien me llama, es el único que lo hace después de todo.

—Hola —respondo, lamiendo la paleta.

— ¿Dónde estás amor?, ¿sigues en consulta?

—No, acabo de llegar a la hacienda.

—Bien, voy para allá.

Cuelga y Simona me recibe, preguntándome si quiero algo específico para la cena de esta noche. Le digo que me sorprenda y asiente, yéndose a la cocina. En la habitación me encuentro con Antonia y Andrea, quienes limpian.

—Señora, ya estamos terminando —explica Antonia al verme—. Si necesita descansar Andrea puede ayudarla a ir a donde quiera, prometo ser rápida.

—No se preocupen —les digo—. Ustedes terminen, estaré en el corredor.

— ¿Necesita ayuda con algo? —Pregunta Andrea, con la aspiradora en mano—. Yo puedo...

Le sonrío —Tranquilas, sigan con lo suyo que yo estoy bien.

No les doy tiempo a replicar y sigo mi camino. Al llegar a la parte trasera de la hacienda, tomo asiento en una de las tumbonas y coloco una mano en mi vientre abultado. Cierro los ojos, imaginando como será, sea niño o niña, amaré a esta personita con todo mi ser.

Sacudo la cabeza cuando la imagen de mamá, de papá y de Quentín invade mis pensamientos. No puedo permitirme recordarlos, porque son mi punto débil. Ellos me desestabilizan, y yo ya no soy la dueña de mi vida. Desde hace mucho dejé de serlo, y mi única prioridad es traer a la vida a esta bendición que llevo en el vientre.

Pasos me hacen fijar la vista en la entrada y el cuerpo de E aparece, con una canasta en sus manos. Se aproxima a mí y la deja en la mesita frente a mí, me acerco a ella notando que está llena de frutas, es un arreglo frutal.

— ¿Qué comes? —inquiere, tomando asiento.

—De camino aquí compre algunos dulces —respondo, con una sonrisita.

Entrecierra sus ojos hacia mí y niega.

— ¿Por qué no me sorprende?, yo trayéndote fruta y tu comprando golosinas.

— ¡Son mi debilidad! —Me excuso—. No pude evitarlo.

Finge horror — ¿No que tu debilidad era yo?

Suelto una risita —Yo soy la tuya, pero tú no eres la mía.

— ¿Ah, sí? —una lenta sonrisa macabra surca sus labios, y un brillo travieso se apodera de su mirada—. Eso no parecía anoche.

Mi rostro se calienta y el rubor estoy segura que puede notarse desde donde él esta. Suelta una risa sonora y me enfurruño.

—Eres un completo gilipollas.

La sonrisa burlona baila en sus labios —Un gilipollas al que amas.

Me quedo callada y meto la paleta a mi boca, ignorándolo. Siento su mirada en mí, sin embargo veo a todos lados menos a él.

— ¿Cómo te fue en la consulta? —la burla en su tono se ha esfumado y ahora se encuentra serio.

—El doctor me ha dicho lo de siempre, que mi embarazo es delicado y que siga al pie de la letra sus indicaciones. Escuché sus latidos de nuevo —me emociono—, y me ha dado una imagen —voy por mi bolso y la busco, cuando la tengo en mis manos se la tiendo—. Mira, ¿no es la cosita más tierna?

E la toma entre sus dedos y fija su mirada en la fotografía del ultrasonido. Sonríe, ocasionando un vuelco en mi corazón.

—Lo es —responde, trazando una caricia por la imagen.

Abro la boca para responderle, pero soy interrumpida por Antonia.

—Señora, su habitación esta lista —me avisa—. Ya puede ir a recostarse.

—Gracias Antonia.

Asiente y se retira pidiendo permiso. E se levanta y me tiende su mano.

—Vamos glotona, tienes que recostarte.

(...)

Me levanto en medio de la noche con un dolor en la cabeza y cuando voy a decirle a E, recuerdo que no está. Esta mañana se fue de viaje a la ciudad y regresa en la madrugada, es un hombre con mucho que hacer, me ha contado que quiere tener aseguradas muchas cosas y por eso es que no descansa últimamente. Si antes trabajada, ahora lo hace el triple.

No sé exactamente qué tipo de negocios tiene, pero aparte de sus alianzas con la mafia es un empresario importante. Poco a poco he ido conociendo más de él, su nombre como por ejemplo. Claro que la costumbre de dirigirme a él como «E», no se quita tan fácil.

Me bajo de la cama, yendo a la cocina por agua y un analgésico. Todo está igual que siempre, tranquilo y en silencio, no obstante, agudizo el oído cuando creo escuchar algo extraño. Mi ceño se frunce, y dejo el vaso con agua en la encimera.

Camino despacio hacia la sala y no escucho nada más, pero la sensación de que algo va mal se ha instalado en mi pecho. Toco mi vientre y observo a todos lados, nerviosa. Decido que lo mejor es irme a la habitación, y al dar varios pasos vuelvo a escucharlo.

¿Eso ha sido un grito?

Me voy hacia una de las ventanas y veo a lo lejos las pequeñas cabañas de los trabajadores que duermen aquí. Están bastante alejadas, y las luces están apagadas. Se supone que es tarde y están durmiendo, entonces... ¿Qué ruido ha sido ese?

Retrocedo y me voy directo a mi habitación. No puedo actuar de forma estúpida, necesito contactarme con E. Tomo mi teléfono y marco su número, repica varias veces y me envía al buzón, intento de nuevo.

—Hola, soy yo —digo, cuando a la tercera llamada sigue sin contestar—. Cuando escuches este mensaje, por favor llámame. Creo que algo está pasando y no sé que es —suelto el aire de forma temblorosa—. Estoy preocupada, escuché un grito venir de las cabañas, ¿y si algo malo ha pasado?, llámame pronto por favor.

Cuelgo y me quedo sentada en la cama. Tomo a los peluches y los acerco a mí, pensando en sí debería ir allí o esperar a que E regrese. Estoy segura que eso fue un grito, ¿y si ocurrió algo?, ¿Qué tal que Simona, Antonia y Andrea estén en peligro?, del otro lado duermen los hombres, ¿ninguno escuchó lo que sucede?, ¿no van a ayudarlas?

Estrujo mis manos en un gesto nervioso. No puedo quedarme aquí sentada, ¿Qué tal que algo ocurra y yo pueda evitarlo?, me niego a no intentar ayudar.

Y contra todo raciocinio lógico, e ignorando a la vocecilla en mi cabeza que me grita que no vaya, tomo una escoba de los implementos de limpieza y salgo camino a las cabañas. La brisa fría revuela mi cabello y mi vestido de dormir y me recorre un escalofrío.

Me acerco cada vez más, con el palo en alto y el cuerpo temblando. Todo luce tranquilo y en silencio, erróneamente en calma.

Me acerco hacia las habitaciones de las mujeres, que están del lado izquierdo y me asomo por las ventanas abiertas. Simona duerme en su cama, Antonia duerme en su cama, Andrea...

Me detengo en seco. ¿Dónde está Andrea?

Mi ceño se frunce, no se ve por ningún lado. Reviso de nuevo, y voy hacia el otro lado donde encuentro el baño. Ingreso, encontrando nada. ¿Dónde está?

Un sonido amortiguado me deja quieta y agudizo el oído. Camino con cautela hacia el ala derecha, donde duermen los hombres. La primera puerta la encuentro abierta y la empujo, la luz de la luna se cuela por el espacio de mi cuerpo y la madera, dejándome ver la cama vacía. Aquí duerme Manuel, ¿Dónde se ha metido?

Sigo mi camino, la segunda puerta está cerrada. Aquí se hospeda José pero él está enfermo y se ha tomado unos días, finalmente, llego hasta la tercera puerta que está cerrada. Me detengo sin saber qué hacer, ¿toco?, ¿entro sin más?

El sonido amortiguado vuelve y es al otro lado de la habitación. Tomo el pomo de la puerta, y me armo de valor para girarlo, inspirando hondo.

«No puedo ser cobarde, no puedo», me digo a mi misma. Solo que ahora no solo debo preocuparme por mi, si no por el bebé que hay en mi vientre.

Cuando giro la manilla, esta cede, «bien no está cerrada». Sin embargo, cuando abro por completo la puerta y veo que es lo que está pasando, soy yo quien se bloquea. Me quedo inmóvil por largos segundos que parecen eternos y me torturo con la imagen de Andrea debajo del cuerpo de Humberto, el empleado más joven.

Ella me observa, con lágrimas en los ojos y suplica en su mirada. Mientras él está encima de ella, embistiéndola y tapando su boca. Mi primer instinto es ir hasta él y reventarle el palo en la cabeza, y así lo hago. Solo que no logro que se aparte por completo de ella, pero sí que deje su boca libre y ella lo muerda haciéndolo gruñir.

Se levanta y la ayudo a alejarse del animal que posa su mirada en mí.

— ¡Hijo de puta! —le grito, rabiosa y con el pecho subiendo y bajando.

Él parece aturdido al darse cuenta de quién soy y sus ojos se impregnan de miedo.

Un quejido bajo llama mi atención y vuelvo la mirada a toda velocidad hacia una esquina, encontrando a don Manuel tirado en el piso, con sangre saliendo de su cabeza.

Me alarmo — ¡¿Qué le hiciste?!

Humberto me mira horrorizado e intenta huir, la cólera me obliga a impedirse o a intentarlo. Solo que cuando trato de detenerlo, me empuja con mucha fuerza haciéndome caer de culo y soltar un jadeo adolorido.

Andrea rápidamente llega a mí, esta vuelta un mar de llanto y aun así intenta ayudarme.

—S-señora —hipa—. ¿Está bien?

El dolor en mi coxis me hace esbozar una mueca y a lo lejos puedo ver a Humberto huir, aprieto los dientes con la furia que me causa que sea un maldito cobarde. Intento tomar una bocanada de aire pero no llega a mis pulmones con facilidad y cierro los ojos, intentando no desesperarme. La falta de oxigeno me hace hiperventilar.

—Necesita a-ayuda —me peina el cabello—. Espere aquí, iré por ayuda...

Intento detenerla, pero es tarde y sale corriendo. Necesito mi inhalador, el doctor dijo que lo usara en casos extremos cuando mis ataques respiratorios fueran incontrolables. Me tomo el pecho, jadeando por aire.

Lagrimas inundan mis ojos, haciendo todo borroso. De pronto me duele el pecho, y llevo mis manos a él entrando en una crisis. No puedo respirar, no puedo...

—Bоин —su voz ronca llega a mis oídos y sus cálidas manos sostienen mi rostro.

Pestañeo mirándolo a los ojos.

—No puedo —jadeo—. Necesito...

Su semblante preocupado es todo lo que veo, y soy cargada en brazos. Pronto me depositan en una superficie blanda y yo lucho por llevar aire a mis pulmones, la vista me falla y no logro escuchar bien las órdenes de E.

Pero cuando siento en mis labios el inhalador, el alivio que me produce el coctel que va directo a mis pulmones es satisfactorio. Doy una respiración profunda y el pecho empieza a dolerme menos. Siento a E rodearme y abrazarme con fuerza, me acurruco en su calor con mi pecho aún agitado.

—No vuelvas a asustarme de esa forma —me regaña, y hay un temblor en sus voz que me hace sentir culpable.

—Humberto —musito—. Él violó a Andrea —recuerdo a don Manuel—. Y Manuel, ¡ayúdalo!, el esta...

—Shh —me corta, volviendo a elevarme en sus brazos—. Yo me haré cargo de todo —me deja en el colchón de nuestra habitación—. Debes quedarte en la cama.

Deposita un beso en mi frente y coloco una mano en mi pecho. Debo calmarme, debo estar tranquila porque al bebé no le hace bien nada de esto.

Manuel estará bien.

Andrea estará bien.

Humberto será atrapado.

Todo estará en orden.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora