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Veinticinco.

Hablar a veces es tan liberador. Y así me siento ahora, tanto así, que no paro de hacerlo hasta que el peso en mi pecho se va aligerando. E me escucha atento, con los ojos fijos en mí. Le cuento sobre mi miedo, el temor de que alguien me tomara a la fuerza, la angustia de pensar en el último piso y lo que ahí ocurría. También le cuento sobre Alice, la chica a la que consideré mi amiga, le hablo sobre cómo me ayudó y me dio ánimos.

Hablo sobre Dafoe, las noches en las que me pedía y pagaba por mis servicios. Sobre los otros hombres, la ayuda milagrosa que resultó ser West y sobre el viejo que intentó besarme. Cuando le cuento de ese suceso, me interrumpe por primera vez en un rato.

—Lo sé, lo vi —su característico pasamontañas ha vuelto, dejando atrás la gorra y el cubre bocas.

Mis ojos se abren en sorpresa.

— ¿Lo viste?, ¿Cómo...?

—Estuve ahí, observé tu presentación.

Lo que ha dicho me deja aturdida por unos segundos.

— ¿Qué?

Asiente, quitando un mechón de cabello de mi cara.

—Estuviste increíble, aunque no puedo decir que lo disfruté.

Mi ceño se frunce — ¿Por qué no?

Una de esas sonrisas sesgadas a las que me estoy acostumbrando, surca sus labios.

— ¿No es obvio? Todos esos ojos en ti, devorándote y deseándote —hace una mueca que me hace sonreír—. Me va bien olvidarlo, no sé cómo pude contenerme y no les disparé a todos.

Vale, ¿Qué es esta sensación agradable en mi pecho al ver a E así?

—Y no estés sonriendo, que por culpa tuya hay un viejo manco que probablemente este traumado de por vida —me regaña, pero esta conteniendo una sonrisa.

— ¿Le cortaste la mano al anciano? —inquiero, con una ceja en alto.

Se encoje de hombros —Tal vez.

Eso me hace reír, ganándome una sonrisa de su parte. Me gusta esa sonrisa sexy y ladeada.

— ¿Por qué lo hiciste? Pobre vejestorio.

Hace un gesto, restándole importancia.

— ¿Quién lo manda a tocarte? Que agradezca que no le corte la cabeza por querer besarte.

Me muerdo el labio inferior, intentando reprimir mi inmensa sonrisa. «¡Dios!, cada día estoy más loca».

—Me gusta cuando haces eso.

— ¿Qué?

—Cuando matas o hieres a alguien por mí —confieso, mirándolo fijo—. ¿Eso está bien?

Acorta la poca distancia entre nosotros, tomándome del rostro.

— ¿Qué si está mal?, ¿a quién le afecta?, ¿debe importarle a alguien?

—No lo sé, E... —suelto aire de forma sonora—. A veces creo que, no sé, que estoy a un paso de enloquecer. Creo que he perdido la cordura.

Me toma por sorpresa el que sonría.

—Воин —pronuncia lentamente, con la voz ronca, como acariciando cada letra de la palabra. Aun no sé en qué idioma lo dice, o que significa; pero me gusta—, ¿y qué sería de nuestras vidas sin un poco de locura?; vacía, monótona, aburrida. No sé tú, pero a mí no me parece atractiva.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora