Siete.
Me miro al espejo y es como si no me reconociera, porque sé que esa chica que me devuelve la mirada no soy yo. He cambiado, no puedo ver el brillo en mis ojos que vi antes de salir al escenario en el recital, no puedo ver a la Bárbara que sonreía feliz y se veía hermosa, porque ya no está.
Ahora solo veo a una chica de piel pálida, de ojos tristes y mirada perturbada. Una chica que han usado y humillado de diferentes formas.
Mi respiración temblorosa es notable, así que intento lavar mi rostro y que así las lágrimas se camuflen con el agua. Todos los días es lo mismo, desde aquella primera vez. Desde que permití que César me follara, todo para sobrevivir.
No podría sentir más asco de mi misma, me siento sucia y no me gusta estar en mi propia piel. No cuando tengo que fingir que me gusta ese hombre, no cuando tengo que esforzarme en causarle placer, no cuando tengo que sobreactuar mis gemidos y obligarme a tener un orgasmo, pensando en alguien más.
Luego de ese día, donde me obligue a hacerlo lo mejor que pude, él me prometió una cosa. Me prometió que, si seguía complaciéndolo, no recibiría torturas. Así que cada noche, manda a alguien a buscarme al calabozo del sótano y me tome de todas las formas posibles. He luchado conmigo misma, he tenido tantas batallas internas que estoy cansada. Porque no quisiera morir aquí, porque quiero luchar para salir de este infierno, pero cuando él me usa y recuerdo como me violaron salvajemente, yo solo quiero tomar la pistola que siempre le veo usar y pegarme un tiro.
No sé cómo no me he roto frente a él, no sé cómo no he colapsado en medio del sexo. «Eres fuerte Barbie, eres una guerrera». Por alguna razón, yo misma me doy ánimos, y son esos ánimos los que me mantienen con vida. Me digo que saldré de aquí porque siempre he logrado lo que quiero, porque nunca he obtenido un no como respuesta.
Sigo con lo mío en el baño y tomo una inspiración profunda, saliendo de allí. César esta acostado, completamente desnudo en la cama, solo lo cubre una delgada sabana. Como siempre, me pongo mi coraza para fingir que nada de esto me causa nauseas.
He aprendido a fingir tan bien que hasta yo me lo creo a veces. Sé qué le gusta, sé como le gusta que lo trate, que le hable, que lo toque y lo bese. Es un hombre asqueroso que tiene este sucio fetiche de cogerse a una niñita rica y mimada, así que eso le doy para que me siga dando las pocas libertades que me da.
—Ven aquí muñequita —me dice, palmeando el lado vacio de la cama.
Ya me ha tenido dos veces esta noche, pero le gusta tocarme y jugar con mi cuerpo antes de enviarme al calabozo. Es lo único que no he conseguido, que me saque de ese mugriento lugar.
Me acuesto a su lado, completamente desnuda y no hago nada por cubrirme porque no le gusta. Y solo Dios sabe cuánto he luchado por no salir corriendo cada que entro a esta habitación y me pide que me desnude para él.
— ¿Te tomaste ya la pastilla de hoy?
—Sí —asiento.
Me trajo pastillas anticonceptivas porque no le gusta usar preservativo. Y odio eso, que no use un maldito condón porque quien sabe qué podría transmitirme.
—Buena niña —toma mi cuerpo y me acerca completamente a él, uniendo su boca con la mía.
Creo que sus besos son lo que menos me desagrada porque me imagino a otra persona y es más llevadero. Aunque él sepa cómo moverse, que puntos tocar y cómo hacerlo, mi mente me traiciona. Mi cuerpo reacciona por si solo al placer que él sabe darme, pero mi mente se niega a olvidar como me violentaron, y eso me dificulta el tenerlo satisfecho, así que cuando eso pasa, finjo que me está gustando y me esfuerzo en hacerle creer que todo está bien.
ESTÁS LEYENDO
Derecho a sanar ©
Gizem / Gerilim«El brillo puede apagarse, la esperanza y la fe pueden acabarse, y aún así el espíritu y el alma se unen aferrándose a la vida, rugiendo con ferocidad para no quebrantarse, luchando con monstruos internos que a simple vista no se ven, sobreviviendo...