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Cincuenta y uno.

— ¿Él te lo dijo?

—Sí y dijo que debías agradecerle.

— ¿Por qué?

—Porque estaba siendo misericordioso contigo, vendiéndote a alguien que no te hará daño y no matándote.

—Gilipollas.

—Solo que tiene razón.

Me levanto con el ceño fruncido en disgusto.

— ¿Razón? Él no tiene la jodida razón en una mierda.

Y sí, me he vuelto una boca sucia desde que empecé a tratar con personas del bajo mundo.

—Vas a vivir, con él cerca de ti tus días estaban contados. Tenias a tu cazador respirándote en el cuello.

—Él no iba a tocarme, no puede...

— ¿Por qué? —Se acerca a mí y retrocedo por inercia—. ¿Por qué no puede?

—Porque ya me hizo mucho daño.

Sigue avanzando y elevo la mano. No quiero que se acerque.

—No estoy haciendo nada malo.

—No quiero —carraspeo—. No me gusta la cercanía.

Asiente —Vale, si así lo quieres.

Ahora soy yo la que asiente y aparto la vista hacia los estantes. Sé que me mira, pero yo no quiero hablar más.

—Ve a tu habitación, dúchate o recuéstate, en unas horas pasaré por ti.

Me voy sin darle respuesta e inhalo hondo. ¿Por qué siempre me encuentro en este tipo de situaciones?

(...)

Llevo cinco días aquí y no es que me aburra, pero extraño a mi hija y a mi chico oscuro. La estadía en este lugar no es desagradable, ni un sufrimiento, de hecho, me tratan muy bien. Gustavo es un idiota, que intenta hacerme babear por él, pero es un caballero. Siempre que está conmigo, se limita nada más que a platicar.

Claro que no sé por cuánto tiempo le dure eso. Es un hombre, se nota que me desea, y sé muy bien que la paciencia y tolerancia no son infinitas.

— ¿No quieres saber de la vida que dejaste en España?

—No.

— ¿Por qué?

—Solo no quiero, ya no soy esa Barbie que existía cuando vivía con mis padres.

— ¿Y no los extrañas?

—Lo hago, pero no debo hacerme falsas ilusiones.

—Yo puedo llevarte con tus padres.

Dejo de comer y lo miro fijo.

—No, no puedes.

Sonríe —Claro que sí, ¿eso no te haría feliz?

Niego pensando en el ofrecimiento que me ha hecho.

—Ellos a estas alturas deben pensar que estoy muerta, y seguro...

— ¿Y qué pierdes intentándolo? Yo puedo...

—No —lo corto—. Tú no puedes nada, y ya se me quitó el hambre.

Me levanto y camino hacia la entrada, recorro un gran tramo cuando me alcanza.

—Espera, espera —me toma del brazo, pero lo aparto enojada—. ¿Por qué te molestas? Pensé que querrías...

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora