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Treinta y cuatro.

Jamás en mi vida había pesado tanto y creo que detesto parecer una pelota andante. Lo único por lo cual lo tolero, es porque la recompensa será mil veces mejor que la tortura de no poder hacer casi nada por mi cuenta. Estoy a nada de cumplir los ocho meses y pronto sabremos el sexo de nuestro bebé.

Andrea deja frente a mí un pudin y le agradezco con una sonrisa. Ella es fuerte, hace ya un par de meses que ocurrió el incidente y ha luchado con las pesadillas de esa noche. Humberto está muerto, eso fue lo que me dijo E y don Manuel sigue trabajando aquí, es mi hombre de confianza.

Cuida de todas y supervisa muy bien a los demás trabajadores. Después de lo que ocurrió, E cambió a todo el personal masculino, a excepción de él, quien al escuchar algo raro esa noche, fue a revisar y descubrió lo que pasaba. Queriendo impedirlo, recibió ese golpe en su cabeza.

No me gusta recordar mucho ese fatídico momento. Y tampoco todo lo que pasó, estuve en cama por semanas por el golpe que recibí y por el ataque de asma que me provocó. Ahora estoy mucho más delicada por eso, casi parezco un débil cristal que cargan de aquí para allá con cuidado de que no se rompa.

A pesar de tomar el complejo vitamínico, el acido fólico y seguir al pie de la letra todo lo que me dice mi doctor, sigo en riesgo. Sigo en riesgo hasta que esta personita nazca. Por eso E le ha encargado a Simona y a Manuel que en su ausencia ellos no se despeguen de mi.

Dentro de dos días es mi cita con el médico y estoy ansiosa de saber el sexo de mi bebé. E cree que yo no me doy cuenta, pero él no ha dormido últimamente y sé que es porque el día se acerca.

—No puede pasar, ¡deténgase! —escucho un revuelo y frunzo el ceño.

— ¡Nadie va a prohibirme el paso! —grita otra voz.

¿Qué demonios sucede?

La respuesta me llega pronto, cuando la mujer que me golpeó vilmente alguna vez en el pasado, aparece frente a mis ojos. Mi cuerpo se tensa en respuesta y ella se detiene, altiva y desafiante ante mí.

—A ti te quería encontrar.

No dejo que su porte me amedrente. Y observo a la pobre Antonia que me mira apenada.

—Tranquila Antonia, puedes retirarte.

—Señora, ¿está segura?

Muérgana la observa incrédula y suelta una risa seca.

— ¿Señora? —cuestiona—. ¿La tratan de señora?, ¡por Dios es una prisionera!

Los gritos atraen la atención de Simona que llega limpiándose las manos del delantal.

— ¿Quién es usted?—inquiere con el ceño fruncido, sus ojos caen en mi—. ¿Señora Bárbara, está bien?

La abuela de mi hijo bufa.

— ¡Que no es la señora de nada! ¡Me lleva el demonio! —maldice, acercándose a mí a pasos largos y me toma del brazo obligándome a levantarme—. ¿Qué le hiciste para que él este así?

— ¡Oiga! —Me quejo—. Suélteme.

— ¡Eres una enferma! —Me zarandea, clavándome las uñas en el brazo—. ¡Estas enferma!

Antonia y Simona intentan separarla de mi y cuando lo logran tengo el brazo ensangrentado porque sus uñas me han roto la piel. La observo con el ceño fruncido.

— ¿Qué le ocurre?, ¿no ve que estoy embarazada?

Ella me mira con todo el odio, zafándose del agarre de las empleadas.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora