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Diecinueve.

Hablar sobre lo que uno siente muchas veces no es fácil, y admitirlo se nos hace mucho peor. En mi caso, ese nunca fue un impedimento y es eso hasta ahora que me pasa. No puedo aceptar en voz alta lo que mi cabeza me asegura. El temor de hacerlo es más grande, por ello me hago la tonta y solo decido ignorarlo.

Pasé la noche en vela, no pude dormir ni un poco y sé que es por todo lo que me está pasando. Es gracias a la enorme bola de sentimientos que E me está ocasionando. Anoche, compartimos una candente sesión de besos. Y lo sentí tan bien acoplado a mi cuerpo, que se me hizo incluso algo natural lo que estábamos haciendo.

Cuando estoy con él, no invaden mi mente pensamientos horribles o recuerdos nauseabundos. Cuando estoy con él, es solo él y nadie más. Es su olor, es su calor, lo suave de sus labios, su agarre firme y sus caricias lentas. Solo lo siento a él, al chico que me hace sentir ridículamente segura en sus brazos, al chico que sabe derretirme con vivaces caricias de su lengua y movimientos húmedos y expertos de sus labios. El chico misterioso que no me deja ver su rostro.

Luego de ese intenso momento, le siguió un largo silencio. No fue incomodo, solo nos quedamos allí mirándonos por mucho tiempo. Y finalmente, E se marchó, como todas las noches. Dejándome sola, con la cabeza vuelta un lio y el corazón latiéndome a mil.

No ha ni amanecido pero no puedo permanecer más en la cama, así que voy directo al baño. Tomo un largo baño, me aseo y luego de lo que me parece una eternidad, salgo a la habitación. Me visto con lo primero que encuentro, y peino mi cabello. Está tan largo, ha crecido considerablemente.

¿Cuánto llevo aquí? ¿Cuánto más estaré en esta pocilga?

La puerta se abre, dejando ver a un E luciendo levemente diferente. Lo noto de inmediato, no viste todo de negro, esta vez, lleva un pantalón beige. Del resto, es el mismo E. Camisa completamente negra, botas de combate del mismo color y anillos y un cinturón a juego.

Mi ceño se frunce cuando se acerca a mí, me toma del brazo levantándome y ya de pie, toma mi rostro robándome un beso. Me deja sin aliento la manera en la que mueve sus labios y jadeo cuando me rodea la cintura, pegándome por completo a su cuerpo. La mano que mantiene quieto mi rostro, se apodera de mi cuello sumergiendo sus dedos en mi cuero cabelludo y guiándome a su antojo. Se separa respirando agitadamente y le da un último mordisco a mi labio antes de separarse por completo.

No luce tranquilo, y eso me inquieta.

— ¿Qué sucede?

Parece torturado, inquietándome aun más. Cuando voy a insistirle para que hable, lo dice.

—Debes irte.

— ¿Irme? ¿A dónde?

Me toma del rostro con firmeza.

—Escúchame, no tengo mucho tiempo —aparta el cabello húmedo de mi rostro—. Debes prometerme una cosa, que serás fuerte —clava sus ojos en los míos—. Vas a ser mucho más fuerte de lo que ya eres, y vas a esperar por mí.

—E, ¿a qué te refieres?, no...

Me da un vistazo rápido y vuelve a besarme, esta vez solo dura unos instantes.

—Cámbiate, abrígate y ponte ropa que no deje ver mucho de tu piel —deja una suave caricia en mi mejilla antes de alejarse de mi—. No demuestres miedo, no te dejes derrumbar.

—Espera, explícame que pasa.

Parece recordar algo, por se acerca a mi, y toma uno de los tantos anillos que usa, luego toma mi mano y lo coloca en mi dedo anular. Lo observo alarmada, «¿qué carajos...?». Aprieta mi mano en la suya, y me muestra también su dedo anular dónde hay un anillo idéntico.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora