36

144 8 0
                                    

Treinta y seis.

Duele como el infierno

Literalmente, esto duele peor que quemarse en el infierno. Y no es como si yo haya estado allí, pero puedo asegurar que nada duele más que esto. Incluso, ser violada, golpeada y humillada dolía menos.

Me trago un gruñido, cuando las contracciones son tan fuertes que me hacen sangrar los labios, porque los muerdo de una forma tan abrupta, que se rompen. Y es que, es eso o destrozarle la mano a E, y no quiero arruinar sus dedos mágicos.

Inhalo y exhalo con fuerza como me lo pide el doctor, y fallo un poco en el intento. Esta es la peor y la mejor experiencia del mundo, porque aunque duela como el carajo, sé que valdrá la pena porque esa mini personita que viene de mi podrá estar en mis brazos.

Así que, a pesar de llevar insufribles y eternas horas aquí ─desde que ingresé tal vez unas siete, y desde que empecé la labor unas cuatro─, vuelvo a pujar con todas mis fuerzas, desgarrándome en el septuagésimo intento.

Siento que cada vez se me acaban más las fuerzas, me falta el aire y el dolor me agobia. Lagrimas pesadas corren por mis mejillas, y me niego a rendirme a pesar de lo agotada que estoy. Mi historial médico corrobora lo débil que mi cuerpo está y aun así, no acepto el no poder traer a mi hija al mundo. Me niego a rendirme estando tan cerca.

—Vamos Bárbara, ya casi —me alienta el doctor, y aprieto la mano de E, quien no ha hecho más que apoyarme, dándome ánimos susurrados, besos en la sien y agua a cada tanto—. Un intento más.

Jadeo por aire, porque cada vez siento que puedo respirar menos, es como si el oxigeno se me atascara en los pulmones. Cierro los ojos, y me digo a mi misma que si puedo, «puedo hacerlo».

Y así, hago acopio de toda la ─poca─ fuerza que me queda, y suelto un gruñido al tiempo que pujo con todo lo que tengo, pujo hasta que el cuerpo no me reacciona más y me desplomo en la cama, agotada física y mentalmente, con la inconsciencia amenazando con tomarme, los ojos pesados y los pulmones exigiéndome aire, jadeo constantemente. Me duele hasta el alma.

No me doy cuenta que he cerrado los ojos hasta que alguien toma mi rostro y siento leves toques en él, pestañeo aturdida y agotada. «No puedo más».

—Nació, amor —escucho la voz de E, esa que siempre me ha encantado, y lo veo borroso a través de mis pestañas—. Nació nuestra princesa.

Es lo último que llego a oír, antes de desfallecer del agotamiento.

(...)

Mis ojos pesan y mi cuerpo duele, pero aun así, lucho contra la pesadez que no me deja despertar de un todo. Y cuando finalmente logro abrir mis ojos, el techo impoluto de la clínica me recibe, rápidamente mis sentidos se adaptan a todo y seguido del bip de la maquina a la que estoy conectada, llega la caricia suave en mi mano, y la voz ronca de mi chico oscuro.

— ¿Cómo te sientes? —E acaricia mi rostro—. Te suministraron suero, ¿te sientes bien?

Asiento, no quiero preocuparlo y a pesar de tener dolor, no me siento tan mal como hace... ¿unas horas?

— ¿Cómo salió todo? —interrogo, ansiosa por saberlo todo—. ¿Dónde está ella?

Al instante sonríe —Eres toda una guerrera —me dice, y se me calienta el pecho—. La trajiste al mundo aun cuando tu cuerpo pedía a gritos un colapso, estoy orgulloso de ti.

— ¿Nació bien?, ¿está sana?

—Es perfecta —responde, con un brillo en sus ojos que no puedo descifrar del todo.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora