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Veintidós.

Estoy sentada en el regazo de un hombre cuarentón y la falsa sonrisa en mi rostro lleva tanto tiempo ahí, que ya no se borra. Esto de acariciarlo, servirle el trago y escucharlo hablar con sus amigos, es un martirio.

Sí, sé que llevo días en esto, y aun así no puedo acostumbrarme. No he visto a Dafoe las dos últimas noches, y lo agradezco porque algo en él me da miedo. Mis clientes —si así se les puede llamar a hombres que en realidad no me pagan a mi—, han sido hombres de diferentes edades y contexturas a lo largo de la noche.

Primero, me pidió un chico. Me sorprendí al descubrir que no tenía más de 20 años. Al parecer vino aquí con su papá, quien estaba con una de las mujeres de más edad aquí. Él no me molestó tanto, incluso bromeó conmigo. Me exigió varios besos que tuve que darle, pero de ahí en más, fue casi agradable.

Cuando se marchó, tuve que bailar con un hombre de unos treinta. Él y sus amigos estaban ahí celebrando la despedida de soltero de uno de ellos. Él me entretuvo por otro par de horas, pidiéndome bailes, masajes en sus hombros y opiniones sobre una marca que según él promociona y de la cual no entendí mucho. Era algo sobre calzado. Respondí lo que creía conveniente y siempre parecía satisfecho.

Ahora, casi acabando la jornada de esta noche, estoy aquí con este señor. Se conserva para su edad, y sus temas de conversación son interesantes. Él y dos de sus amigos están aquí, celebrando un cierre de un negocio multimillonario, o eso escuché que dijeron.

Los otros dos tienen a Rebecca, una morena —que me cae pésimo porque siempre quiere ser el centro de atención—, y Jim, una asiática, en sus piernas. Ellas se encargan de complacerlos, recibiendo buena propina. Mientras yo, todo lo que obtengo me lo quita Madeleine.

—Creo que deberíamos irnos —dice uno de ellos—. Pronto amanecerá.

—Ustedes vayan —responde él hombre que me tiene en sus piernas—. Creo que iré a una habitación con esta preciosura.

Mi corazón se acelera lleno de miedo. ¿Conmigo? ¿Es que no se ve la edad?, o mejor dicho, ¡¿no se da cuenta de la mía?!

Ellos asienten, las chicas se ríen acompañándolos a la salida y yo soy obligada a poner de pie cuando él lo hace. «No, no, no».

Me toma del cuello y me obliga a besarlo. Soporto las nauseas y le correspondo. Me siento tan sucia, tan nauseabunda devolviéndole el beso que me sabe insufrible. Quiero gritar y salir corriendo.

—Vamos —se separa, tomando mi mano y guiándome.

Creo que tengo la peor cara de tragedia pintada en el rostro porque cuando paso al lado de un par de chicas, me miran con compasión y lastima. Odio esas miradas, las odio.

Estamos cruzando el club, la música retumba y las luces parpadean y a pesar de no haber muchas personas porque ya es bastante tarde, el ambiente sigue igual de movido. Empiezo a rezar internamente, cuando cocho con la espalda del hombre que me lleva.

Mi ceño se frunce, ¿nos detuvimos?, ¿Por qué?

—Disculpa, obstruyes mi camino.

—Sí, lo lamento solo quiero hablar con ella.

Reconozco la voz al instante, y me relajo solo un poco. A la expectativa de qué sucederá. «Por favor, sácame de aquí. Por favor, no dejes que me lleve».

—Amigo, ya la pedí para mí. Búscate otra.

West niega —Como vas a pensar que voy a quitártela, solo olvidé darle la propina. Sé como son las reglas aquí, pero no quiero que su jefa la regañe por el poco dinero que le di.

Derecho a sanar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora