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—Trevor... —Quieres detenerle, pero él ya se dirige hacia la cocina. Tú le sigues, intentando frenarle, pero es como tratar de frenar un autobús en marcha—. ¡Quiero que te vayas!

Él no te escucha. Ya está en la cocina, ya está abriendo los cajones uno a uno pese a tus intentos de evitarlo, y acaba por encontrar el sobre.

—¡Vaya! —Se le iluminan los ojos al ver el fajo de billetes—. Y decías que no tenías dinero, mentirosilla.

—Ese dinero es mío —siseas, entre furiosa y asustada—. Y es todo cuanto tengo.

—Ya te he dicho que se trata de una cuestión de vida o muerte; y que te lo devolveré en cuanto pueda —replica, empezando a contarlo—. No llega ni de lejos para cubrir lo que debo, pero les cerrará la boca a esos tipos mientras consigo el resto.

—¡Ni hablar! ¡Dámelo! —Te abalanzas sobre él para intentar recuperar el sobre, pero él te abofetea con fuerza para hacerte retroceder. Tú chocas contra la encimera y acabas sobre el suelo, aturdida. Notas como un latido en el labio y te lo tocas: estás sangrando.

Ojalá pudieras decir que es la primera vez que es violento contigo, pero no es así. Y ojalá pudieras decir que le dejaste por eso, pero no: fue él quien te dejó a ti.
No ocurrió muchas veces, puede que tres o cuatro en el casi año y medio que tuvisteis de relación; y siempre coincidían con algún problema financiero grave en el que se metía. Tú le justificabas diciéndote que se ponía muy nervioso en esas situaciones y que no tenía nada que ver contigo, jamás te identificaste con el estereotipo de mujer maltratada.

Pero llegó el día en que te hartaste y le plantaste cara, y tuvisteis la madre de todas las broncas. Entre otras muchas cosas, le gritaste que no le darías ni un solo centavo más, y le juraste que si volvía a tocarte irías derecha a la policía. Trevor no dijo nada, solo te miró con odio.

Al día siguiente, al volver de tu trabajo, te encontraste con que había abandonado el apartamento que compartíais, y que no solo se había llevado sus cosas, sino todo lo que tuviera un mínimo de valor. Además, había vaciado todas las cuentas: no solo la que teníais a medias, sino también la tuya personal. En algún momento debió de conseguir la clave de acceso de tu tarjeta de crédito: eso te enseñó a ser más cuidadosa con esos temas.

Te arrastras hacia tu bolso, que ha quedado olvidado en el suelo, y sacas la Glock. Mira por dónde, al final vas a poder amortizarla.

—Deja el dinero y lárgate de mi casa, Trevor —adviertes y te pones de pie, mientras quitas el seguro y le apuntas con el arma.

Él aparta la vista del sobre y la fija en ti, asombrado por tu atrevimiento:

—¿Y esa pistola? Pero si tú odiabas las armas. —Sonríe con suficiencia—. No tienes cojones para disparar...

La detonación os sobresalta a ambos: has disparado a la pared, a unos cuarenta centímetros de él. El arma te retumba en las manos, pero consigues mantener el agarre lo suficientemente fuerte como para que no se te escape por el retroceso.

—Eso era un disparo de advertencia, y será el último —informas, con voz fría y trémula a la vez, y bajas un poco el arma para apuntar a su pierna—. El próximo irá a la rodilla.

Trevor sigue sonriendo, pero ya no tiene esa expresión burlona en sus ojos: sabe que vas en serio.

—¿De verdad serías capaz de dispararme, con todo lo que hemos vivido juntos? —pregunta con suavidad.

Lo que habéis vivido juntos te hace desear vaciar el cargador entero sobre él, pero no lo dices.

—Solo quiero que dejes el sobre donde lo has encontrado y te marches, por favor.

En lugar de eso, él empieza a caminar hacia ti, muy despacio. Sus ojos no parecen asustados, sino que tienen un brillo frío y calculador:

—Deja eso, nena... acabarás haciendo daño a alguien.

Tal vez él tiene razón y sabe que no vas a tener valor para disparar. O que, si lo haces, tu puntería no será suficiente. Está sopesando sus opciones, se está pensando si le merece la pena abalanzarse sobre ti para tratar de quitarte el arma. Si lo hace, podría disparársete y darle a él, o a ti. Tendría gracia que, después de todo lo que has luchado, te matase una bala perdida en una pelea con tu exnovio por tus escasos ahorros.

Tú permaneces inmóvil, Trevor se acerca cada vez más. Ambos tenéis la mirada fija en el otro, cada uno tratando de predecir los movimientos del adversario para adelantarse a ellos. Las manos, que aún sostienen la Glock, te tiemblan por la tensión insoportable.

Y en ese momento oyes la voz de Eddie en la entrada de la cocina:

—¿Pero qué coño está pasando aquí?

Su inesperada aparición distrae tu atención, solo por un segundo.

Pero es un segundo que Trevor, que tiene mejores reflejos que tú, sabe aprovechar. Se arroja sobre ti y trata de arrebatarte el arma de las manos. Tú te resistes y forcejeas y, como era de esperar, la pistola se te dispara. Oyes un gruñido de dolor, pero no es tuyo, ni tampoco de Trevor.

—¡Joder, me cago en la leche! —maldice Eddie. Parece más molesto que asustado; tú, en cambio, te quedas horrorizada al ver un lado de su camiseta comenzar a teñirse de rojo en la zona del costado. Le has dado a él.

—¡Oh Dios! —susurras sin aliento—. ¡Lo siento, no quería...! —Es verdad que si él hubiera tratado de hacerte daño, tú te habrías defendido, pero no tenías intención de herirle así, sin más.

Trevor, oportunista como él solo, aprovecha para quitarte el arma del todo; y no solo eso, sino que te agarra del brazo y tira de ti hacia él, atenazándote el pecho con el brazo que tiene libre. Todo ocurre muy rápido: en un segundo te tiene sujeta e inmovilizada contra él... y te está encañonando la cabeza con tu propia pistola.

Ahora sí que estás jodida.

Cupcakes de chocolate (Eddie Brock y tú)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora