17-Leo

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  Crucé de casa y vi a Susi en la cocina preparándose un café, con la excusa de ir cogerle una muda quería aprovechar para ver a su madre y preparar el terreno para la hecatombe que se acercaba.

—Buenos días tata, vine a buscarle unos pantalones a Yai que parece que los míos no la convencen— le di un beso.

—Hola cielo, ¿qué tal está? Ayer la dejé un poco afligida pero pensé que necesitaría pensar y procesar nuestra conversación, no sé si fue muy buena idea.

—Está mejor, no te sientas culpable, llevaba tiempo cargando un peso demasiado grande en sus hombros y fue tu conversación la que le ayudó a ir soltando carga. Dentro de un rato voy a traerla, ella te lo contará todo, pero intenta no alterarte, nos necesita a todos y debemos transmitirle tranquilidad.

—Leo, me estás asustando.

— Lo sé y lo siento, lo que te va a contar es impactante y sé que le va a costar la misma vida abrirse a ti por miedo a hacerte sufrir. Te lo digo porque temo que vuelva a encerrarse en su caparazón si te nota alterada. Todo se va a solucionar, confía en mí, pero para eso nos necesita enteros. Voy a por su ropa y enseguida vuelvo con ella. 

  Abrí mis brazos mientras me acercaba, era consciente de que la estaba dejando en una situación desconcertante, pero más tarde ya lo entendería. En cuanto nuestros cuerpos se encontraron la abracé, de repente sentí una necesidad de protegerla como jamás me había pasado.

   Susi medía unos diez centímetros menos que su hija, a la que la altura le venía dada por parte del padre, en ese momento tenía entre mis brazos a una de las mujeres que me crio, pero también a una que había perdido a un hijo. Quise transmitirle en mi gesto ese siento tu pérdida que tanta falta le había hecho, aunque fuese con diecinueve años de retraso. Supliqué para que viese en mí a Tiago, solo por un instante, solo por ese instante esperé que sintiese que abrazaba a su bebé y, así, pudiese despedirse de él —que no olvidarse— , ese gesto tan importante que en su día le habían prohibido. Pero, sobretodo, deseé que se perdonase a sí misma, la conversación que había oído la tarde anterior estaba cargada de una culpa que no tenía, ella también debía empezar a desprenderse de una carga muy pesada que llevaba demasiado tiempo soportando.

—Lo siento mucho tata, te prometo que todo va salir bien, no permitiré que.... — se me atascaron las palabras y no pude continuar.

  Bajé un poco la cabeza y besé su coronilla, sentía mucho lo de su bebé y no iba a permitir que le pasase nada a su otro retoño, ese ser de luz que había nacido para iluminar el camino de esa madre rota, pero también el del resto de la gente que la rodeábamos, porque nuestra chica arcoíris era la fuente de energía que alimentaba a nuestra familia. Cuando despegué mis labios alzó la cabeza y me cogió la cara con sus dos manos, ambos teníamos los ojos cristalizados. Yo estaba observando a la misma mujer que hasta no hace tanto me había cogido en brazos cuando estaba enfermo, a la única que, sin haberme parido, sentía como una madre — con permiso de la mía—. La que nunca hizo distinción entre su propia hija y yo y a la que le dí los mismos desvelos. Odié a la vida por lo que le había arrebatado, porque una persona tan noble y generosa, como lo era ella, hubiese tenido que pasar por algo así. Por un momento deseé pensar que yo también supuse un poco de esperanza en su camino, necesité sentir que formé parte de algo bueno en su vida, le debía tanto... El haberme criado con tanto amor y cariño, pero sobre todo, el haber traído al mundo al ser de luz que había nacido para dar sentido a mi propia existencia.

—Estoy tan orgullosa del hombre en el que te estás convirtiendo... Siempre serás mi chico preferido, no lo olvides. Ahora ve a por la ropa y trae a Yaiza antes de que esto acabe como el Rosario de la Aurora— dijo mirándome a los ojos. 

Los colores del arcoíris©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora