19-Leo

116 26 82
                                    


  En parte todo parecía volver a ser como antes, la reunión se alargó hasta bien entrada la noche, no se volvió a tocar el tema y aunque la necesidad de saber nos estaba matando —a nuestros padres más que a nadie porque ellos solo sabían la versión descafeinada—,  sin necesidad de hablarlo, todos quisimos regalarle ese respiro.

  Con la excusa de prestarle unos apuntes del año anterior, dejamos al resto charlando en el jardín y subimos a mi habitación, ya que lo que realmente quería era hacerle las curas. Se despojó de mi camiseta y la liberé del vendaje. Había unos arañazos a la altura de donde le quedaba la costura del sujetador que, a pesar de haberlos visto el día anterior, no había querido centrarme en ellos por lo avergonzada que estaba en aquel momento. Pero nosotros habíamos cambiado.

—Tengo que desabrocharte, solo será un momento— para mi sorpresa se lo quitó y tapó los pechos con las manos —  ¿Puedo preguntarte algo? Si luego no quieres responder puedes decirlo sin miedo— una duda me había tenido intrigado y al admirar su cuerpo la recordé.

— Lo que quieras— contestó.

—¿Alguien más sabe esto?— dije señalando los cortes.

— No, solo tú—  respondió.

— ¿Nunca te lo vio nadie cuando estabas, digamos, en una situación más íntima?—  La pregunta me costó horrores formularla, pero es que imaginarme la situación me provocaba microinfartos.

— Solo ocurrió una vez y de lo poco que me acuerdo es que iba vestida. Únicamente me había quitado lo imprescindible— reconoció.

  Mi expresión de sorpresa creo que me delató porque continuó aclarando.

— En esa época buscaba experimentar sensaciones y percibir que no me afectaban. No permití que me viese desnuda ni de cuerpo ni de alma. Esa intimidad solo hay una persona que tiene derecho a poseerla—  me miró y supe que se refería a mi.

— Princesa.... — La abracé.

  Aunque no os lo creáis, en ese momento, solo sentí pena por ella porque fuese a tener que cargar con semejante recuerdo por el resto de su vida.

— ¿Y tú y Patricia, estáis....?—  tampoco pudo terminar la pregunta.

— No, no tenemos nada y nunca lo hemos tenido, afortunadamente me di cuenta de como era a tiempo—  aclaré para que no le quedase ninguna duda.

  El que me imaginase con esa arpía que tanto influyó en su situación me daba escalofríos. Mi respuesta pareció tranquilizarla mucho.

  Seguí tratando sus heridas y repitiendo el proceso del día anterior, se las volví a cubrir. Llevaría un tiempo curarlas, se había ensañado más en los costados que la otra vez en los brazos. Cuando terminé le volví a colocar el sujetador y le dí un beso en el hombro.

— Deberíamos bajar antes de que nos echen de menos, busco un par de libretas para nuestra coartada y vamos, pero antes ven aquí—  besé sus labios muy lentamente, saboreando cada centímetro de su superficie y asegurándome de que ella también lo percibiese.


Podría perderme en su boca por el resto de mi vida y aún así ese tiempo me resultaría efímero.


  Me pasé la noche rememorando la anterior cuando la tenía junto a mí, apenas nos habíamos despedido y ya la echaba de menos, la necesitaba a mi lado para velar por sus sueños. El beso que nos dimos en el paseo del río lo había cambiado todo, mis sentimientos se habían elevado a la máxima potencia, supuso el inicio de una vida distinta, porque a partir de ese momento, esta, pasaría a llamarse Yaiza.

Los colores del arcoíris©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora