Poníamos rumbo a Galicia en autocaravana, como siempre, lo hacíamos en tribu, el ganador de ese año había sido mi padre, miedo me daba pensar cuál habría sido la apuesta. En la parte superior había dos camas, una, encima de la cabina del conductor y, la otra, en la parte trasera sobre la cocina y el baño, el centro se componía de una gran mesa rodeada por dos sofás que se desplegaban para formar otra de dimensiones colosales, esa sería la nuestra. Aunque había pisos peor aprovechados que esa casa móvil, el espacio, no dejaba de ser reducido y, no nos quedaba otra, que dormir en parejas, pero no os emocionéis, porque era totalmente abierto y, allí, se veía y oía todo. La idea de papá era recorrer toda la costa y visitar algún pueblo del interior con encanto del que le habían hablado, había rutas muy interesantes, paisajes preciosos que conocer y ya sabéis que ambas cosas era algo que nos volvía locos, lo que también nos sorprendió fue la gastronomía, creo que en la vida habíamos comido tan bien.
Una tarde, tras pasarnos horas en la playa jugando a las palas con la familia, fuimos a tomar algo a una terraza que había a pie de una de esas playas paradisíacas, desde donde estábamos nos deslumbraba el brillo de la blanca y fina arena que parecía sal, nuestro look era totalmente playero; gafas de sol, gorra con la visera hacia atrás y pantalones cortos, para mi total orgullo, Yai lucía, sin pudor, la parte de arriba del bikini mientras que Jorge y yo nos habíamos puesto una camiseta, el resto de la familia había quedado recogiendo las cosas en la arena. Cuando la camarera se acercó a tomarnos el pedido, nos hizo un barrido con la mirada y preguntó si éramos gemelos.
—Pues como no te refieras a almas, hermanos desde luego que no— respondió Jorge.
La muchacha me dio hasta lástima, se quedó paralizada de la vergüenza y marchó corriendo a prepararnos las bebidas.
—Qué manía tiene la gente de emparentarnos— protestó Yai.
—Pobre, no lo hizo con mala intención, solo quería ser amable, míranos, si es que vamos vestidos igual.
—Amable dice, manda narices y después la ingenua soy yo… — apostilló de nuevo.
—Te voy a dar un consejo que te valdrá para el resto de tu vida: nunca discutas con una mujer, siempre tienen razón— Jorge se dirigió a mí guiñándome un ojo.
Cuando se unió el resto de la familia, mi madre apreció que la chica me estaba poniendo ojitos a lo que Yai, con cara triunfal, dijo que ya me lo había advertido.
—Pues que no se acerque mucho, que aquí mamá osa puede morder— dijo.
—Di que sí, por nuestras crías sacamos los dientes— completó Susi.
—¡Qué miedo dais! — Les contestó Yai.
Menos mal, que la idea, era que todo quedara en casa porque, sino, a ver quiénes serían los valientes que se enfrentasen a ese par de suegras.
Durante esas dos semanas forjamos más, si cabe, nuestra amistad, no ocurrió nada más que eso, si es lo que os estáis preguntando, había muchos ojos observando y, dado que hacíamos prácticamente todo en grupo, apenas habíamos tenido tiempo a solas. En un mes, Yai, también se iba a mudar para ir a la universidad y, en parte, queríamos aprovechar los últimos momentos en familia sintiéndonos aún un poco niños. Las noches se me hacían un poco cuesta arriba por tener que controlarme durmiendo con semejante diosa al lado, hacerlo durante medio mes, creerme que tiene mérito.
Tras quince días de aventura sobre ruedas, las vacaciones terminaron y tocó regresar. Era el día treinta y uno de agosto, no podía evitar recordar la negatividad a la que asociaba esa fecha, ese mismo día, hacía un año, había sido cuando habíamos roto y, tras haber pasado por los meses más dolorosos de mi vida, en ese momento estábamos mejor que nunca, aunque ,para mi desgracia, todavía no era como pareja.
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Los colores del arcoíris©
RomanceYaiza es luz y color, ha crecido en un entorno idílico que reúne todos los elementos necesarios para ser feliz; sus cariñosos padres, unos vecinos que la adoran y en donde, sobre todo, está Leo. Lo ocurrido en el primer año de instituto hará tambale...