58-Yaiza

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  Llevábamos unos meses viviendo juntos y, por mis compromisos laborales, todavía no teníamos fijada la fecha para la boda. Mi primer proyecto había sido un éxito, convirtiéndose en la mejor publicidad posible para mi firma, tras ese surgieron otros y, debido al distintivo cromático que tanto me definía, la mayoría de ellos estaban relacionados con espacios infantiles pero, aunque estaba encantada con la idea, sentía que todavía me faltaba algo.

  Era la una de la mañana y seguía dando vueltas a una idea que llevaba un tiempo rondando en mi cabeza. Estaba sola en la habitación donde me hospedaba, había ido a Sevilla para solucionar un par de problemas con una obra que, afortunadamente, pude solventar mucho antes de lo previsto. En un primer momento quise descansar y a primera hora de la mañana conducir los seiscientos sesenta km que me separaban de Valencia.

  Leo había insistido en vender su coche —el cual apenas tenía un año— para comprar un SUV que casi costaba lo mismo que un piso en mi pueblo, argumentó que, de esa forma, se quedaba más tranquilo porque me pasaba mucho tiempo en la carretera y no siempre podía acompañarme. Era cierto, me surgían trabajos por toda la geografía del país, aunque su utilitario también me hubiese llevado a todos esos destinos. Como compensación le había regalado una moto ya que tras su paso por la academia se convirtió en un gran aficionado, cualquiera lo hubiese dicho, años atrás, cuando me vio a mí montada encima de una...

  Como decía, en vista de que mis pensamientos no iban a dejarme dormir, decidí hacer el check out en el hotel y poner rumbo a Valencia, los dos teníamos unos días libres por delante que habíamos decidido aprovechar para poner la ansiada fecha. Las seis horas de viaje se me pasaron volando mientras en mi cabeza se intentaban despejar todas las dudas que iban surgiendo, el problema era que, por un lado, no sabía si una boda encajaría en los planes que ambicionaba en ese momento y, por el otro, lo que más me preocupaba, su reacción al enterarse.

  Cuando llegué a casa eran las ocho de la mañana, él ya estaba trabajando, así que me di una ducha e intenté cerrar los ojos hasta su regreso, en un principio iba a avisarle de que ya había vuelto pero luego preferí que se llevase la sorpresa al verme.

  Ni el agua fría corriendo por mi cabeza paró la centrifugadora que parecía tener en el cerebro, en vez de aliviar la tensión que venía acumulando parecía avivarla más. Por segunda vez en menos de un día volví a cambiar de planes, me vestí con ropa deportiva y salí de nuevo a la calle con la intención de ir a caminar un rato.

  Puse rumbo a ninguna parte, mi única intención era escuchar música para distraerme mientras mis piernas hacían de guía, el mp3 seguía siendo mi mejor arma cuando de evadirme del mundo se trataba, tanto desconecté que no fui consciente de a dónde me estaba dirigiendo hasta que llegué. Estaba en la puerta de una cafetería, justo delante de la comisaría donde trabajaba Leo, a veces pensaba que teníamos un imán interno que me llevaba a él cuando me sentía perdida, no en vano siempre había sido mi brújula. Una vez allí decidí entrar, en un rato sería su descanso para el café, así que si salía se iba a encontrar a la sorpresa con el envoltorio en forma de mallas azul eléctrico y camiseta de tirantes naranja.

  Me senté en unos de los taburetes que había delante de la barra y pedí un cortado, al rato entró un policía de unos veinte años, no me resultaba conocido, dudaba si era compañero de Leo o si pertenecía a otra comisaría y solo estaba de paso, pidió un café y cogió un taburete para acercarlo demasiado al mío. Notando mi espacio vital reducido a la nada, giré la cabeza hacia el lado contrario para enfocarme en una pareja que había cerca, esperando, así, que cogiese la indirecta.

—¿Qué hace una chica tan guapa sola? Si quieres te acompaño un rato, con un uniforme azul cerca nadie te molestará. — Dijo sin darse cuenta de que quien me molestaba era precisamente él.

Los colores del arcoíris©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora