28-Yaiza

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  La semana había sido espectacular, por el día éramos la familia que nuestros mayores habían construido con tanto amor y esfuerzo y de noche nos convertíamos en nosotros: en Leo y Yai. 

   Nuestros padres cada vez hacían cosas más raras, no sé si era por la emoción de volver a ser la piña de siempre o porque la edad ya empezaba a pasar factura. Lo mejor es que no sospechaban nada y así debería ser, no quería romper por nada del mundo el ambiente que reinaba. Cuando nos metíamos al agua, alguna que otra vez, a Leo se le colaba la mano por debajo para tocarme, esconder nuestro secreto cada vez se me hacía más difícil teniendo a ese hombre cerca rebosando seducción por todos los poros de su piel, pero tengo que admitir que lo morboso de la situación, amplificaba cada sensación que me producía su tacto.

  Cuando salíamos siempre me convencía para que prescindiese de mis camisetas y llevase solo la parte de arriba del bikini, sé que no le gustaba mi ropa oscura, de hecho se encargó de regalarme los bañadores de colores más flúor que encontró en la tienda, eran preciosos pero yo aún no me sentía cómoda haciendo regresar a esa parte de mí. El negro no me representaba y nunca lo había hecho, pero llevar una zapatilla de cada color tampoco se ajustaba ya a mi personalidad, no sabía si el motivo es que había evolucionado o que no quería llamar la atención por miedo a volver a ser el foco de las burlas. De todos modos, cuando estaba con él todo eso se relegaba a un segundo plano porque ante todo me sentía segura, por eso accedí a su petición y, aunque era consciente de que éramos el blanco de todas las miradas, no me intimidaban para nada. La gente se volteaba para mirarnos, bueno más bien a él, cuando se quitaba la camiseta hasta el 100% de la población, incluida la masculina, se giraba para, literalmente, derretirse.

   —Creo que le has gustado al grupito ese— le dije un día que íbamos en bañador dando un paseo por la playa y una pandilla de chicos, que jugaban al voley, se quedaron embobados cuando pasamos.

  — ¡Qué ingenua que eres arilita! Parece mentira que seas capaz de apalear como lo haces.

  —¿Qué? Solo digo que te tienen envidia— me defendí.

  —En eso tienes razón, pero no por el motivo que tú te crees, ojazos— contestó pellizcando mi nariz. 

  Se había puesto de fondo de pantalla una foto que me habían sacado mientras dormía en su hombro en la que, literalmente, se me caía la baba, miedo me daba lo que estaría soñando yo en ese momento. En venganza, yo puse una en la que comía hierba el día de nuestra demostración de lucha, aunque lo negase sabía que se había dejado ganar, ¿cómo iba sino a tumbar a semejante cuerpo? Alguna vez que salió el tema me reprochó la poca confianza que tenía en mí misma.

  Todo lo bueno termina y había que volver a la vida real, a Leo y a mi aún nos quedaba más de un mes de vacaciones que habría que exprimir al máximo antes de que él se fuese a la universidad y con ello, a vivir en otra ciudad. Para entonces ya solo nos veríamos los fines de semana, pensarlo me producía taquicardias difíciles de controlar, en mi siguiente consulta con Luis le plantearía el tema. Como ya había dicho en su día, quería estar bien para disfrutar la vida tan bonita que me habían concedido, si intuía que la situación podría llegar a sobrepasarme tenía que adelantarme a ello y pedir ayuda.

Los colores del arcoíris©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora