3. Éire

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No hay nada más denigrante que, tras años de carrera, tener que demostrar mi valía entregándole a mi jefe los trajes de la tintorería. ¡Cómo si se tratara de un encargo vital! La vida tiene un sentido del humor extraño a veces.

Me encargo de que la bolsa de las prendas no sea manipulada ni se rasgue, además de comprobar cada poco tiempo que la ropa no tenga una sola arruga.

No quiero que nada le dé motivos al señor Salas para decirme —otra vez— lo mal que hago todo, porque nunca, nunca reconoce ni siquiera uno solo de los aciertos que pueda tener, aunque me esfuerzo en aprender rápido.

Retengo en mi mente cada detalle, trato de tomar iniciativas pero nunca es suficiente. Así como tampoco admite que pongo empeño extra a diario por gustarle para conservar el empleo, eso sería pedir demasiado.

No es que Rodrigo me agrade como algo más que el hombre que paga mi sueldo, nunca lo he visto de esa forma, pero en cuanto a la admiración, esa se ha ido por el retrete desde el primer día que nos conocimos.

Otro motivo más que me impide babear por un hombre moreno de pelo despeinado. No es mi estilo perder el norte a causa de sus ojos profundos, y la sonrisa más cautivadora que existe. Y aunque quisiera, su voz siempre me recuerda que no se puede amar a un déspota como él.

Puede que para él sea muy divertido asustar a chicas novatas que se dejarían pisar como alfombras con tal de conseguir buenas referencias de su parte, o que las lleve a cenar y después ser un nombre más en su lista. Este no es mi caso. Todavía conservo algo de amor propio y estoy dolida por sus formas y los adjetivos usados contra mí.

Pero ahí siguen intactas las ganas de que él, antes o después, reconozca que soy una empleada cualificada, capaz de mostrar interés y amoldarse a cualquier situación. Todos los días sueño con obtener el reconocimiento del empresario más cruel que existe, porque en definitiva, es como el mayor logro al que una secretaria podría aspirar.

Los rumores al respecto de Rodrigo Salas ya le confieren cierta fama, pero sin duda, en este caso las habladurías pueden ser escuetas en lo concerniente a su comportamiento. Solo le faltan los cuernos, el tridente y la cola y sería el maldito Lucifer.

 Solo le faltan los cuernos, el tridente y la cola y sería el maldito Lucifer

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De nuevo es mi turno de acudir a la oficina. Cuando se acerca el momento de volver a escoger atuendo y verle la cara se me eriza la piel. Puro temor me acongoja de pies a cabeza.

El momento de placer se esfuma y la angustia toma su lugar. Las piernas me tiemblan como si se volvieran gelatina. Una vez convencida de la imagen que devuelve el espejo de mi aspecto, rápidamente agarro lo preciso y me voy con rapidez.

Sin prestar atención a las calles que recorro, ni a las personas que me cruzo en la empresa, subo hasta el despacho de mi jefe dispuesta a entrar con la mejor de mis sonrisas, imaginándome que en la actitud está la clave para cambiar su carácter agrio. Y Rodrigo un día se dará cuenta, lo juro.

Paso las manos por el cabello. Luego dirijo una mirada a los trajes que cuelgan de mi mano derecha. Preparada, me aseguro infundiéndome ánimos mientras toco con los nudillos la puerta, a la espera de una señal. Al no obtenerla, con sigilo paso al interior ante la idea de que puede estar atareado.

—Buenos días, señor Salas —saludo con cortesía.

Él por unos instantes me mira y enseguida regresa a sus tareas.

»Le traje la ropa que me encargó —retomo la palabra fingiendo que sus desaires no importan.

—¿Y qué espera? Pase al interior, tras la puerta hay un baño, y junto al baño la habitación —ordena como si tuviera que saber todo el manejo por adivinación.

—¿Co... cómo?

—¡Vamos, no tenemos todo el día! —me instiga a comenzar la tarea para proseguir.

Tal y como ha comentado él, encuentro un baño lujoso con bañera grande de hidromasaje, dos lavabos individuales con toallas a ambos lados y un váter básico. Un armario grande y a su derecha, otra puerta similar cerrada.

Al abrir esta, la segunda estancia aparece ante mí. La cama es inmensa, ocupa gran parte del espacio, dos lámparas incrustadas en el cabecero iluminan cuando la oscuridad se apodera de la habitación. Recubierto todo de cuero y con el lecho vestido de sábanas oscuras, le confieren al lugar un toque varonil. Del mismo color, justo delante se sitúa un armario que tapa la parte frontal. Allí tiene ropa para cualquier ocasión, y sin duda, no hubiera sido necesario enviarme a la tintorería con el vestidor repleto.

«Me está probando», pienso al mismo tiempo que mis labios tuercen una sonrisa malévola. Y con total probabilidad él pretendía que poseyera esta información. Busca rendición, pleitesía y sumisión, algo que no estoy dispuesta a darle, pero no hay nada malo en que crea que sí, que dependo de él y de los hilos que quiera mover. Podría seguirle la corriente de modo que él se crea dueño de mi vida, solo por el momento.

Salgo de la estancia tras dejar los trajes y me detengo en silencio al escuchar como hablan de alguna mujer, ¿seré yo?

—¡Estás loco! Quiero que se marche no que me denuncie por abuso. —Hace una pausa, debe estar escuchando al interlocutor—. Ni lo pienses. Si la vieras... es temerosa, y bueno, no es mi tipo. Ya lo hemos hablado, necesitamos otra cosa para nuestro plan. Bueno, bueno... vale, pensaré bien en lo que me propones, pero espero no tener que hacer eso. Vale que las mujeres no son las diosas que les hago creer, pero llegar a eso... Es cruel.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora