13. Éire

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Con tan solo abrir los ojos me deprimo al pensar que ya nadie me espera. No tengo una obligación que me empuje a levantarme de la cama y correr de un lado para otro para cumplir un horario ni la rutina laboral.

Si algo extraño de mi empleo —aunque fuera el peor de todos—, es sentirme útil. No por el niño rico e insolente que se cree dueño de una empresa que manejan por él, pero sí por todo lo que aprendí y los roles que asumí, la mayoría de veces a sus espaldas.

Las agujas del reloj corren a medida que me lamento de mi suerte bajo las sábanas, adopto posturas diversas en el colchón sin más ambición que dejar que todo el peso de mis actos me caiga encima.

¿Qué idiota se desahoga en el whatsapp de su jefe? Por supuesto que yo, nadie más.

Para eso se inventaron los diarios, las hojas de texto del ordenador, y hasta las mejores amigas que tengo olvidadas desde que Rodrigo colapsó hasta mi línea personal con sus llamadas personales.

Miro el móvil con la ilusión de que se haya arrepentido y me llame rogando mi regreso, pero por el contrario tengo cinco llamadas perdidas.

Cristina - amante de fin de semana

Gina - decirle que no está

Irene - Rubia de tetas enormes

Irene - Rubia de tetas enormes

Ana - prima

Los nombres que él me ordenó memorizar, con los nombres que él tenía en su agenda. Nunca creí que Ana fuera su prima; o como dice mi vecino... Cuánto más prima, más se le arrima. Sí, justo eso. Una mujer que por alguna de las dos partes no quiere salir a la luz como amante.

Ellas se convirtieron en algunos casos en algo más que esas mujeres que Rodrigo quiso ver como pedazos de carne.

Aprendí que a Cristina le encantaba tocar el violín de manera profesional y daba conciertos a veces.

Gina acostumbraba a llorar cuando llegaba al orgasmo y exasperaba a Rodrigo, pero era una gran conversadora y arquitecta de renombre que cosechaba sus mayores éxitos como autora de edificios ubicados en el extranjero.

Irene, de la que él solo destacaba sus enormes tetas, además de ser adicta a la cirugía estética aunque con extrema exquisitez, se graduó en bellas artes como la primera de su promoción.

Él jamás encontró un hueco para conocer algo más de ellas. Y cuando hablaban de más, las callaba a besos o llenaba su copa para que la charla se volviera más picante. ¡Lástima! Nunca sabrá que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer, y muchas veces hasta delante. No somos el adorno que llevar del brazo, somos valiosas por nosotras mismas. Y creer que cambiaría fue una gran pérdida de tiempo. Fui una bendita ilusa.

Escucho que llaman a la puerta

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Escucho que llaman a la puerta. Aguardo sin mover un solo músculo, pero mamá debe haber salido de compras y corro descalza a abrir la puerta.

Un enorme ramo de rosas y claveles rojos cubre la cara del chico que viene a traerlas.

—Buenos días. ¿Éire Arnau? —me llama el hombre y disipa mis dudas de que se haya equivocado.

—Soy yo —respondo sin disimular la cara de asombro.

—¿Puede firmarme la hoja?

Me extiende un libro de facturas con dificultad por la extensión del ramo. Sigo sin poder creerme que alguien se haya acordado de mí, además de haber invertido tanto dinero en la floristería.

Leo la nota de Rodrigo, todavía incrédula por un detalle que no creo que sienta en realidad. Sino sus disculpas habrían sido más sinceras, y esas me saben a mentira.

Presume de egoísmo en cada letra y el enfado crece a medida que releo la nota pensando en qué debería hacer.

Tiro las flores a la basura y rompo el papel en varios pedazos. Me siento liberada, como si al haber hecho trizas el papel hubiera roto alguna parte de él. Aunque no lo sepa, mi alma está menos coartada.

Escucho el claxon de un coche y me asomo a la ventana. Decido ignorarlo y enciendo la televisión. Pero sigue sonando y la curiosidad puede más que yo misma, por lo que me asomo a la ventana a observar qué sucede afuera.

Rodrigo Salas, el gran ex jefazo está apostado en su BMW y me mira descarado. Dibuja una inmensa sonrisa y yo lo miro esperando que mis ojos le transmitan mi decepción. Tiene la mano derecha dentro del bolsillo de su pantalón, con la solapa de su chaqueta levantada. Ambos pies cruzados, él sabe como gustar y consigue que por un momento me sienta débil, aunque ahora es él quién debe suplicar y no yo.

—¿Qué haces aquí? —pregunto sin ambages con el suficiente tono para que me escuche desde el balcón.

El moreno mantiene su postura como si nada sucediera y fuera natural acudir sin avisar a casa y aguardar que con el claxon deje todo por acudir a su visita, y en auxilio de semejante caballero de ser necesario. No, Rodrigo. Ya no funciona así. Ahora no te debo nada.

Mi cabello despeinado y mi camiseta de pijama demuestran que no estamos en la misma onda. Ni siquiera nuestro ánimo se asemeja.

—¿Recibiste mis flores? —asume que el regalo es suyo, como era evidente.

—Espera —comento y me voy hacia el interior de la casa.

En apenas un par de minutos aparezco con el ramo que me envió algo malogrado por encontrarse en el cubo junto con otros alimentos que no se pueden aprovechar ya. Desvío mi foco de visión entre él y las flores y en un impulso lo lanzo contra Rodrigo, por escasos milímetros no impacta en su rostro, pero pierde su posición de encantador de serpientes y se muestra sorprendido por mi reacción.

—¿Te has vuelto loca? Te quería ofrecer una disculpa.

—No me tomes por idiota, Rodrigo. Eso no era una disculpa, era un alarde de ego. No pienso volver jamás ni a tu oficina ni a tu vida. No. Prefiero rogar empleo en cualquier otro lugar. Y dile a tus amigas —las que me llaman a todas horas— que ya no soy tu buzón personal.

—No me marcharé hasta que entres en razón. Sabes que necesitas el empleo y es lo mejor que vas a encontrar —trata de convencerme con una evidencia poco convincente.

Permanece inmóvil junto a su coche y busca una canción romántica como si pretendiera ofrecerme una serenata. Lo ignoro, pero tras varios minutos decido expulsarle por la fuerza.

Desaparezco en el interior de la casa. El tiempo justo para llenar un balde de agua fría, y sin previo aviso lo lanzo lo más lejos que me dan mis fuerzas en dirección a su automóvil. Rodrigo se sobresalta y suelta maldiciones por haber salpicado su traje.

—Volveré. No ganarás tan fácilmente.

Sube en su coche y se marcha mientras me río a carcajadas divertida por verle irse acobardado.

Puede que un día nos encontremos y entonces duela menos este sentimiento de ser vencedora a pesar de haber perdido demasiado. Es posible que las fuerzas se igualen y será un misterio lo que entonces suceda.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora