41. Éire

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No me entretengo por el camino de salida al hospital, me urge abandonar el lugar. Así tal vez podría desahogar mi frustración. Rodrigo no cambiaba ni cambiaría nunca, había esperado demasiado de él, tal vez. Ahora solo resta admitir mi derrota.

Las personas sin sentimientos, ordenan a otros que las amen, pero no se ganan el afecto, solo se embarcan en relaciones tóxicas y de una sola dirección.

En mi cabeza sí apoyé mi espalda en la puerta de Rodrigo, lamentándome por no poder entendernos de ningún modo, y el corazón parecía querer aplastarse en el interior de mi cuerpo, decepcionado por sus palabras dañinas.

En mi cabeza sí apoyé mi espalda en la puerta de Rodrigo, lamentándome por no poder entendernos de ningún modo, y el corazón parecía querer aplastarse en el interior de mi cuerpo, decepcionado por sus palabras dañinas

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Tomo el autobús hasta casa. Allí podré respirar un poco de aire, y tal vez, celebrar sola mi victora ante un café humeante.

Con lo que no contaba era con una nueva rabieta de mamá, que tras el intento de asesinato, a estas altura sin comprobar, necesita supervisión continua. Su psiquiatra le ha prescrito medicación que debe tomarse cada ocho horas para mantener el brote controlado. Según mis cálculos estará al menos dos horas bajo los efectos de ella, así que con total probabilidad al llegar la encontraré algo adormecida en el sofá o su cama, tal como la dejé antes de partir para el hospital.

Abro con cautela para no espabilarla más de lo necesario, y sobre la mesa dejo todo lo que traía conmigo; maletín, bolso y llaves.

Una carcajada estridente me provoca escalofríos. Me dirijo hacia el lugar desde donde la he oído.

Por más que intento negarlo a cada paso que me conduce al lugar donde se escuchó la risa, sé que es mi madre y presiento que nada bueno puede significar ese sonido espeluznante que me aterra.

—¿Mamá? —pregunto al mismo tiempo que abro la puerta con sumo cuidado.

Se voltea a verme con gesto de sorpresa, tuerce la cabeza y dibuja en sus ojos un interrogante. Temo que ni siquiera me reconozca, que su contacto con la realidad penda de un hilo.

—Señorita, márchese, no debe entrar a mi casa sin permiso. Mi hija llegará pronto y no le gustan los extraños.

Me froto las sienes por el cansancio y la preocupación. ¿Recuerda que tiene una hija? Esperemos que no esté todo perdido y haya una esperanza para su enfermedad. Me asusta que no sepa que la hija que se ha creado en su mente no se parece a mí.

—Espera un momento, mamá. Enseguida regreso —le explico mientras ella sigue riendo y señala una fotografía.

No me detengo a ver la instantánea que la mantiene desquiciada. Ahora lo que resulta de vital importancia es marcar enseguida al psiquiatra para ver si puede hacer alguna visita a domicilio y controlar lo que podría ser un nuevo ataque.

Corro a la sala de estar en busca del teléfono para hacer la llamada, allí debo tener agendado a su psiquiatra. Rebusco entre las mil cosas que hay en el bolso y allí lo encuentro.

Se iluminan varias llamadas de Rodrigo, y decido que más tarde ya hablaremos.

Cuelgo y me apuro en regresar junto a ella lo más rápido posible.

La imagen que sostiene curvada en la palma de su mano la tiene hechizada, le brillan los ojos y cada cierto tiempo vuelve a estallar en carcajadas. Intuyo que algo ha debido provocar ese estallido, ¿pero el qué?

Voy hacia el baño a revisar la medicación para comprobar que no haya abusado y todo esté correcto.

Nada más entrar en el aseo, me detengo por las manchas que tiñen las baldosas blancas. Todo el maquillaje está sobre el lavabo, fuera del neceser donde solemos almacenar los productos de belleza.

Las brochas han dejado un rastro de polvos sobre la impoluta cerámica del baño, y los labiales cubren gran parte del suelo. Algunos sin tapar, otros malogrados que han pintado las baldosas en tonos rosas, morados, pero los más rojizos han desaparecido.

Recojo lo mejor que puedo el desastre que acabo de encontrar y trato de limpiar con papel higiénico el rastro de pintalabios.

De nuevo la risa que me provoca escalofríos de mamá.

—Rojo, rojo, todo está rojo. Es tan bonito... así acabarás teñido de sangre.

El papel cubierto por los diferentes tonos de los labiales acaba en la taza del váter y tiro de la cadena antes de regresar a la habitación con mamá.

En pocas zancadas estoy a su lado, espantada por haber oído el estruendo de algo estrellarse contra el suelo.

—Ya estoy aquí, cariño, ¿estás bien?

—Flores. Me ha mandado flores... —señala un ramo de rosas rojas hermosas con jarrón incluido que han terminado esparcidas entre agua y cristales—. ¿No te das cuenta? ¡Quiere verme muerta! ¡Son para mi tumbaaaaaa!

—No, mamá, debe ser un error. ¿Has leído la nota? —contesto, tratando de que se calme y abandone sus ideas más negativas.

—¡No!

Cojo el pequeño sobre blanco. Estoy convencida de que pueden ser flores para mí o tal vez es alguna equivocación, pero voy a salir de dudas sin demora.

—No lo abras. Debe ser una amenaza de muerte. Quiere terminar conmigo, sabe de sobras que puedo encerrarlo en la cárcel y va a terminar conmigo. Seguro ya viene. A menos que... Termine yo primero con él.

No comprendo a qué se refiere. ¿Quién es ese hombre al que teme tanto? Ojalá pudiera formar el rompecabezas de su mente y ayudarla a calmar sus demonios, o asesinarlos figuradamente.

Con la fotografía muy malograda y algunas arrugas que impiden que el rostro sea tan identificable como al principio, y el labial rojo intenso en la otra mano comienza a dibujar en zonas como el cuello, el pecho y sus genitales.

Cada vez cobra más fuerza la idea inequívoca de que ese hombre debió abusar de mamá.

—¿Él es mi padre?

—Tu padre... ¡canalla! ¡Malnacido! ¡Cobarde!

—Por favor, dímelo —imploro.

No puedo evitar que las lágrimas empapen mis mejillas y un nudo se instale en mi estómago. Las náuseas son inevitables y una arcada que casi me provoca el vómito.

Mamá deja que la foto se resbale de sus manos y sale caminando a paso ligero. No ve nada a su paso y se tropieza con algunas sillas del salón pero su objetivo es la salida, y nada la detiene. Ni siquiera cuando la trato de sujetar por el brazo.

Corro tras ella después de coger bolso y llaves pero es inútil. Ya se ha marchado. Y me tomo unos segundos para meditar qué debo hacer. Regreso a recoger la fotografía, tal vez pueda ser de utilidad.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora