8. Rodrigo

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Me contengo las ganas de escarmentarla cuando llaman a la puerta.

Nos miramos extrañados porque la recepcionista no ha anunciado que tuviéramos ninguna visita. Por hoy hemos terminado con los clientes de mi agenda, por lo que ambos nos preguntamos de quién se tratará.

—¡Adelante! —invito al desconocido a pasar.

Con una enorme sonrisa me saluda Antonella. Cierra la puerta y se dirige hacia mí, me sujeta de la corbata, la sostiene entre sus manos y se gira a observar a mi secretaria. Éire evita su mirada como si no fuera con ella la cosa, mientras se acaricia el cabello con nerviosismo.

Gira su cabeza a ambos lados tratando de averiguar qué está sucediendo, está sorprendida y tanto mi secretaria como yo, volvemos a nuestro sitio tras la mesa, detrás de algunos papeles que debemos terminar antes de marcharnos a casa.

—Lo que sea, rápido, tengo trabajo —le digo desde la silla de mi escritorio.

—¿Te burlas de mí, Rodrigo? —Me lanza acusadoras palabras con un tono elevado—. ¿O esta va a ser tu fantasía de ahora en adelante? Era cuestión de que saliera tarde o temprano tu fetiche, pero... ¿de verdad quieres esto? Estás cayendo tan bajo.

No entiendo sus palabras. ¿Quién necesita un fetiche pudiéndose conformarse con todos? Me encanta la lencería, que usen tacones, hacerlo con la ropa puesta, la comida, los sabores. Me enloquece atarlas a la cama... en fin, no soy demasiado quisquilloso con nada.

—No estoy para sermones, aquí no está pasando nada. Somos dos personas trabajando, tú te inventas cosas —le aclaro.

En definitivas cuentas, no soy responsable de que Éire quiera jugar a ser una furcia —de las más baratas, por cierto.

—No se preocupe, señorita, yo ya me marchaba. —Éire coge su bolso y se despide moviendo los dedos de su mano derecha, con delicadeza y guiñándonos un ojo—. Ha sido una pena, Rodri, que no se te haya levantado. Bueno, esas cosas también les pasan a los mejores.

Quiero reclamarle sus palabras, pero Antonella me lo impide devolviéndome a la silla y sentándose sobre mí para besarme.

Tomo aire profundamente y le devuelvo el beso como un autómata. No puedo dejar de sentir rabia por todas las que me está haciendo Éire. Y en mi cabeza no dejo de planear todo lo que le haría en venganza por sus bromas.

—¡No vas a ningún sitio! —me ordena Antonella que trata de desabrocharme la camisa.

—No tengo ganas hoy —le respondo de mala gana.

Esa estúpida consigue sacar lo peor de mí, me empuja a rechazar mujeres hermosas que solo desean complacerme. Esto no puede seguir así, no puedo tenerla todo el día en la cabeza como si solo importara ella.

A veces creo que debería dejarle a mi abogado esto. Un profesional seguro encontraría el modo de despedirla con un motivo convincente, pero siento que se ha convertido en algo personal, debo hacerle pagar sus humillaciones una a una. Debo destruirla tanto, que no pueda volver a levantarse, y entonces volveré a ser yo mismo.

Mientras pienso, ella me desabrocha el pantalón intentando conseguir que me anime a tener sexo una vez más.

—¡Basta! ¿No entiendes que no me apetece? —La cojo de los hombros y la aparto sin ser demasiado brusco.

Ella se baja de entre mis piernas y se pone de pie. Cruzada de brazos parece que trata de asesinarme con algún tipo de poder femenino, sin embargo no hace más que guardar silencio, y si en algo la conozco creo que está memorizando algún discurso que tiene que soltarme.

Respiremos hondo, la tormenta está a punto de arreciar.

—Rodrigo, creía que ya habías dejado atrás aquellos episodios. Pero parece que ya no tienes ojos más que para tu secretaria, ¿volvemos a lo mismo?

—No me gusta. Ni aunque fuera la última mujer sobre la tierra pondría mis ojos en ella —le aseguro cansado por su insistencia con el mismo tema.

Suaviza sus palabras y toma asiento frente a mí.

—Sabes que el problema no está en que ella te guste o no. No soy celosa, y no es ese el tema. ¿Vuelves a tener pesadillas?

Lanzo un hondo suspiro al reconocer que es cierto todo cuanto me está diciendo.

—¡Deja de psicoanalizarme! Ya no soy tu paciente y no te incumbe.

Coge el bolso para marcharse y dejarme a solas. Siempre que cree que no entro en razón hace lo mismo, pero a mí no me importa en lo más mínimo.

—A veces creo que tu única solución sería follarte a tu madre. Tirarte a tu secretaria.

—¿Cómo te atreves? —le reprocho sus palabras con un tono de voz más alto de lo necesario, no lo denoto hasta quedarme en silencio por largos segundos.

—Es la realidad. Tu madre te dejó pero no sabes los verdaderos motivos, ¿no crees que es el momento de enfrentar a tu padre? Él te dará respuestas. Así dejarás de usar a las mujeres para castigarla, de abandonarlas porque es lo que ella te hizo.

—Cállate, no quiero oírte. Llamaré a seguridad si continúas.

—Poco me importa. Pero tienes que oír que quizás si reduces también a Éire a una amante más calmes tus pesadillas, pero no curarás los traumas del pasado. El sexo no ensucia a ninguna mujer, ni el dolor, solo te convierte a ti en un capullo. Y te quedarás solo, perderás todo.

Sus palabras retumban en mi cabeza, pero solo me resbalan. Yo sé que es mentira. Yo no tengo la culpa de que todas sean tan perversas. Tan malas. Ellas son el reflejo de su padre Satán.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora