Extra Rodrigo

2K 105 3
                                    

Me siento sobre el lecho de inmaculadas sábanas. La desorientación de la que soy víctima me abruma, al igual que desconocer dónde me encuentro.

Vuelvo a incorporarme con dificultad al descubrir que porto una camisa de fuerza que mantiene atadas mis extremidades superiores. Esto debe ser una pesadilla, lo último que recuerdo antes de este lugar es una confusa conversación con mi secretaria y la lástima de ella grabada en sus pupilas.

Me sacudo con bastante inutilidad, ya que ello no logrará que esta maldita camisa de fuerza se suelte.

Lanzo un grito al vacío que retumba entre estas cuatro paredes pintadas de blanco. Aquí todo tiene este color inmaculado, insípido, carente de personalidad. El mobiliario es escaso; una mesilla en tonos blancos y grises, una cama articulada igual a las de los hospitales que alguna vez he visitado, y un armario empotrado con un par de puertas para que guarde el paciente sus pertenencias, lo mismo en el otro extremo de la habitación para el supuesto compañero que pueda llegar. Junto a la salida se intuye un baño.

Desearía tratar de escapar por la ventana, pero la suerte no me acompaña. Mis brazos no pueden socorrerme en esta huida, sin mencionar que la ventana no tiene manilla, pues la han quitado para evitar sucesos desafortunados, intuyo.

«Rodrigo, no se puede caer más bajo. Antes eras la persona que manejaba a todos como títeres, y ahora eres tú la marioneta de este circo, llámese hospital psiquiátrico», razono y los pensamientos se escuchan en voz alta, causándome un sobresalto.

Camino hasta la puerta que hay más allá del baño para tratar de salir al pasillo. La puerta parece cerrada con llave y me desespero. Golpeo con fuerza, alguien me escuchará en algún momento y vendrá a explicarme por qué me encuentro aquí. Quién firmó mi ingreso. No sé, algo.

Hundo los puños en la madera sin más resultado que el dolor de mi carne y la frustración de no conseguir nada. Me deslizo por la misma puerta, apoyándome en el suelo contra ella, sentado. Alguna lágrima se escapa de mis ojos por la impotencia.

Resuena una risa que va subiendo de ritmo. ¿Estoy enloqueciendo? Tal vez sí me merezca este final y nunca logre salir.

—¡¡MAMÁÁÁÁÁÁÁÁ!!

Desamparado clamo con todas las fuerzas que mis cuerdas vocales me permiten.

La puerta me empuja y enseguida me pongo en pie batallando con la parte de arriba de mi cuerpo para erguirme.

Nadie entra pero ya no hay una llave prohibiéndome el paso.

Me asomo. Es mamá.

—Has sido muy malo, Rodriguito. Por eso me voy y no volveré nunca. Nunca. Nunca. NUNCA.

Estalla en carcajadas y me encuentro desnudo, con un pañal tapando mis vergüenzas y un chupete acallando mi voz.

Me escondo y pasan varios minutos hasta que consigo tener el valor de volver a mirar al exterior, esperando que esta vez sí haya vía libre para irme de este antro del horror.

Éire. ¿Por qué está aquí? No quiero que me vea así, parezco un payaso con este disfraz de bebé adulto.

—Mírate, señor Salas —sonríe burlonamente—, ¿ahora a quién vas a amargar la existencia?

Me coge en brazos como si mi peso fuera el de una pluma y me coloca en la cama más cercana.

»Uy, qué mal hueles... voy a cambiarte las cacas. Espero que ahora sí me subas el sueldo.

—¡NOOOOOOOOOOOOOOOOO!

Cierro los ojos tan fuerte que casi me molesta, pero al menos ahora me encuentro en el sofá de mi despacho.

Antonella y Éire me observan con antención. Un momento, ¿qué hacen ellas juntas? No importa.

—Éire, Éire, tienes que ayudarme, tienes que... necesito que me ayudes —digo agitado. El aire me falta.

—Relájate. Todo va a estar bien. —Y sus palabras se convierten en el bálsamo que tanto necesitaba.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora