28. Éire

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El pasillo del hospital comienza a dar vueltas y quisiera pedirle que se detenga, justo en este momento. Pero es mi cabeza la única culpable de esa sensación y pierdo el equilibrio.

A tiempo para no desvanecerme me sujeta del brazo el padre de Rodrigo.

—¡Suélteme, viejo verde! Ni se piense que voy a pasearme desnuda por su mansión de lujuria —exclamo sin preocuparme en que solo pretendiera evitar mi caída.

Los hombres de este tipo si le das un poco de confianza, se toman demasiadas licencias.

Incluso hasta puede que ya piense que tipo de lubricantes, dildos y demás aparatos sexuales podría usar conmigo. Solo de imaginarlo se me revuelve el estómago.

»¡Ay! —me quejo por el dolor que me abruma y me recoloco en la silla, dispuesta para marcharme con el celador que resopla por mi actitud.

Empuja la silla con paso lento pero seguro. Al llegar a la sala de imagen me aparca como si fuera un mueble y él se adentra en la sala, mientras espero que algún técnico quede disponible para la realización de las radiografías.

—Enseguida la llamarán —me aclara antes de desaparecer por el pasillo que hemos venido.

Y así entre prueba y prueba tengo tiempo de temblar ante la idea de que Rodrigo pueda no salir indemne de esta. Me aterra la idea de que no vuelva a ver sus ojos traviesos, fieros, de ver su sonrisa, aunque sea malévola. Sufro ante el pensamiento fugaz de que no logre recuperarse.

Me conducen al interior y ayudan a tomar diferentes posiciones para observar bien en qué estado me encuentro, pero solo oigo retumbar las voces a través del cristal, me encuentro demasiado lejos para prestar atención a sus indicaciones.

No tengo la menor idea de cómo ha salido todo, pero sé que el dolor del costado es un absurdo en comparación con el temor a no volver a ver a Rodrigo. Aunque mamá no aprobaría la excesiva preocupación por mi jefe, el mismo que me ha hecho la vida imposible tanto tiempo.

Mamá. De pronto me viene a la mente. No sabe nada de que estamos en el hospital y espero que no esté preocupada por mi desaparición de la casa. Decido que cuando tenga los resultados la llamaré para no angustiarla antes de tiempo.

 Decido que cuando tenga los resultados la llamaré para no angustiarla antes de tiempo

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Tras algunas horas de espera regreso a la sala con el resto de familiares y pacientes.

El padre de Rodrigo está sentado en esas incómodas sillas de plástico hasta que los médicos vengan a informarle y pueda entrar a visitarlo aunque sea unos minutos, si es posible.

Las tensas miradas que nos dedicamos podrían matarnos en cualquier momento, pero no me importa. No puedo respetar a semejante espécimen.

Mueve las piernas sobre las que apoya ambos codos sin control. El nerviosismo que no trata de disimular me enerva, por lo que decido ignorarlo de una vez por todas.

Ambos tenemos la misma angustia, pero en un nivel de estima diferente, y es lamentable que una situación tan crítica nos haya enfrentado en lugar de forzar una pequeña unión por él.

Imagino que su mamá debió marcharse por sus escarceos amorosos, o tal vez odiaba tanto al sexo femenino cómo ha sido capaz de transmitir a su hijo durante años.

El mismo doctor que antes me observó en el box vuelve a llamarme por mi nombre y me acompaña hasta una sala para informarme de lo que han arrojado los resultados, así que lo pierdo de vista mientras yo soy informada de lo que han visto en mis pruebas.

—Bien, Éire —me llama por mi nombre el médico, una vez abandono la silla de ruedas y con dificultad me acomodo en una de cuatro patas, al otro lado del escritorio—. Los análisis están bien, y hemos descartado hemorragias y cualquier complicación. Pero te has fracturado dos costillas, lo que explica el dolor que tienes. Que te moleste al respirar, por ejemplo.

—Y supongo que eso curará solo, ¿no? —pregunto curiosa.

—Te voy a pedir que hagas reposo unas seis semanas. ¿Tienes paracetamol en casa? Si el dolor fuera muy intenso, puedes pedirle algo más fuerte a tu médico en el centro ambulatorio.

—No, pero... —interrumpo decidida a rebatirle todo el reposo que acaba de mandarme.

—No te preocupes, te voy a hacer una receta para que puedas tomarte algo para el dolor —afirma alargando su mano para alcanzar el talonario de recetas.

—Es que no puedo. Tengo que trabajar y ocuparme de muchas cosas.

—¿Crees que estás en condiciones de ello? Si no reposas tardará mucho más en curar, pero esa decisión debes tomarla tú.

Espero el informe de baja y la receta prometida antes de despedirme del doctor que parece odiarme un poco, al igual que mi querido celador. Hoy no hago más que hacer amigos.

Incapaz de marcharme sin saber más sobre el estado de salud de mi jefe, vuelvo a acercarme al mostrador, a la espera de volver a tener tanta suerte como antes, si es que el adorado hombre que tiene por padre no se ha quejado de mi presencia por allí.

—Señorita —llamo la atención de la mujer que parece ocupada preparando muestras para dárselas a una celadora—, disculpe que vuelva a molestarla.

—Dígame —responde como si se hubiera olvidado de mí, con su cara más amable.

—Me gustaría saber si puede decirme algo de Rodrigo Salas.

—Como le dije... no puedo decirle nada, pero puede consultar a su médico. Mire, allí lo tiene al final del pasillo —Asiento y me dirijo a paso forzado a su encuentro.

—... Cálmese, hacemos todo lo que podemos —escucho que le asegura a su padre.

—Bueno, pues necesito que hagan más. No puede ser que esté dormido.

—En realidad —Hace una pausa—, es preferible para que los órganos sufran el menor daño. Mire, lamento mucho la situación pero las primeras horas son cruciales, su hijo está estable y mañana podremos darle una información más certera. Durante las primeras horas puede ocurrir cualquier cosa.

Engullo saliva. Los facultativos siempre se ponen en lo peor, pero siento una puñalada atravesarme al escucharlo. No quiero ni imaginarme que Rodrigo pueda morir.

El teléfono suena y me apuro en retirarme para no provocar más incomodidad.

—Dime, mamá —respondo entristecida.

—¿Qué ocurre, hija? —pregunta al notar que algo me sucede, las madres son sabias—. Parece que hayas visto un muerto.

—No. Pero mi jefe podría estar al borde de la muerte —respondo.

—Esto es una señal. Es nuestro momento. Puede que sea hora de acabar con él de una vez por todas.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora