31. Rodrigo

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Haber despertado del coma ha sido como si el universo hubiera decidido darme una segunda oportunidad.

Fui un tirano con cada mujer que pretendía algo más que adentrar su mano en la cremallera de mis pantalones. Un mal hijo dedicado a vivir odiando a su madre durante tanto tiempo, que olvidó cómo era sentirse amado por el sexo femenino, pues si algún día alguna de ellas me entregó más que su ropa interior como recuerdo de desenfreno y pasión, no logró atravesar mi dura coraza.

Ahora, acomodarme junto a Éire en el salón y observarla sentada sobre mis piernas, rodeando mi cuello y dirigiéndome una mirada llena de ternura y de intenciones bastante pecaminosas, es el oxígeno que necesito para recuperarme del todo del miedo por volver a abandonarla. Perderme de nuevo en el abismo de mi mente no es una opción.

Éire pinta una dulce sonrisa en sus labios y sus brazos cada vez aprisionan con más vigor y fortaleza alrededor de mi garganta, recortándome el aire vital que preciso para respirar.

Las pupilas dilatadas de sus ojos me provocan la mayor desconfianza en la mujer que amo. ¿Cómo puede estar asfixiándome sin perder la alegría? Vacía de remordimiento mientras sesga todos mis esfuerzos de aferrarme a su lado.

El iris de su ojo se tiñe de la oscuridad que refleja su risa y muestra los afilados dientes que no reconozco en su propia dentadura, ¿en qué clase de monstruo se ha convertido Éire? Si el aliento no estuviera por evaporarse, clamaría por auxilio. No encuentro ni el aliento ni las fuerzas para resistirme al final, y solo quiero que cese su agarre, debe ser una broma. Quiero pedirle que me suelte, pero siquiera puedo articular palabra.

Débil por la presión de sus dedos que parecen haber desaparecido, despierto tras un sueño que no puedo deducir si ha sido breve o pudo alargarse en el tiempo

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Débil por la presión de sus dedos que parecen haber desaparecido, despierto tras un sueño que no puedo deducir si ha sido breve o pudo alargarse en el tiempo. He entrado en un bucle que me hace confundir dónde me encuentro, de quién puedo fiarme, y lo más importante, no tengo modo de defenderme de todo mal que pueda acuciarme.

—¿Ya le has cambiado el suero? —Escucho algunas voces en la lejanía y pasos que se alejan de mi lado—. Me da un poco de pena, tan joven y postrado en una cama.

Las últimas palabras de lástima hacia alguien que debe estar inmovilizado se me hacen casi inaudibles, pero con esfuerzo logro captar cada ruido que se produce.

De nuevo pasos se acercan acelerados, después cambian el ritmo aproximándose con más sigilo.

—Ha estado muy cerca, Jefe —cuenta apurada la voz madura que susurra en mi oído.

La respiración de la mujer parece agitada, igual que cuando llegas a la meta tras recorrer varios kilómetros.

»Es cierto que Éire nunca se atrevería a dañarte. Pero esto es algo que hago más por ella que por mí. Pronto me agradecerá que la haya librado de tu influencia, y no vas a sufrir, bueno, no al menos más de lo que ya lo haces. No te gustaría verte enchufado a tantas máquinas, ni siquiera eres capaz de controlar el esfínter. ¡Qué asco!

Anhelaría retroceder el tiempo, regresar al sueño de mi salón cuando Éire y yo éramos felices y no empañaba nuestra felicidad el hecho de que esto no es real. La confusión de no entender qué sucede de verdad me convierte en un ser más vulnerable.

»Vas a morir, asqueroso tirano. No vas a volver a humillarme, a tomarte la confianza de azotar los cachetes de mi trasero, no vas a volver a rozar tu miembro en el archivo por error... Voy a acabar contigo. Ya no volveré a llorar por tener que ir a la oficina.

No... No entiendo las palabras que me dedica. No logro abrir los ojos a pesar de mis vanos intentos, y estoy a merced de una señora que me reprocha que haya hecho cosas que ni recuerdo.

Escucho de nuevo los pasos de antes, silenciosos y precisos mientras suena el tintineo de llaves y otros objetos hasta que todo se detiene. Vuelve a aproximarse hacia mí y toca con sus dedos, algo secos y rasposos, mi brazo. Noto los tirones que ya me dieron en otras ocasiones, pero no el dolor, como si mi cuerpo a veces no me perteneciera, demasiado dormido para percibir sensaciones.

También puede que esté demasiado lejos en el espacio/tiempo para comprender qué comporta el dolor, el experimento que soy, teniendo que admitir que el pobre, el enfermo, el joven postrado en la cama, no se trata de otro, sino de mí.

Vuelvo a rememorar las palabras de mi secretaria como si fueran una letanía latente que no me permite descansar, no me permite seguir el camino hacia la huida.

"Confía en mí. Yo nunca te traicionaría. Confía en mí".

Se diluye como una gota de agua en un enorme charco, y solo queda el recuerdo, el eco de su existencia.

"Confía... confía... con... fía" pierde fuerza su voz al mismo tiempo que mi conexión con la realidad desaparece.

De nuevo, producto de mis fantasías, vienen a buscarme un grupo de mujeres en ropa de baño que tiran de mí, y aunque empiece a entender que debo regresar a la consciencia, las fuerzas me abandonan. Es plácido permitir que me guíen a otra dimensión mejor, donde el placer, el deseo y la ausencia de lucha son las protagonistas, y el dolor no existe.

Parece una caricia en mi muñeca el tacto de la mujer que sostiene mi brazo y repito el nombre de mi secretaria en mi interior con rabia por el amasijo en el que me he convertido, dispuesto a resurgir de este caos.

Muevo los dedos. Muy poco. Ni siquiera noto mis músculos, solo un hormigueo que me impide seguir esforzándome. De nuevo. Muevo un dedo antes de desconectarme de mundos oníricos, de mundos reales, de pesadillas, de llamadas que quieren luchar por hacerme cruzar al otro lado.

Y finaliza todo al escuchar un pitido que parece anunciar que todo el esfuerzo por volver a verla no ha servido de nada.

«Nos vemos en la eternidad, Éire. Eternamente tuyo».

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora