42. Rodrigo

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He dejado que se marche por segunda vez en apenas dos días. Y esta vez es para siempre.

No volveré a ver a Éire nunca más y, no entiendo cómo he sido tan cretino para no retenerla. Podía haberle dicho lo que sentía en realidad.

Que no hay diferencias irreconciliables cuando ambos deseamos el calor del otro. Ahora más que nunca. Anhelo abrazarla y acunarla hasta perder la visión entre sus brazos y que llore hasta que el llanto barra con una culpa que es ajena.

Mis flores fueron el detonante de una desgracia que no supimos detener, y ahora solo restan inocentes con sus vidas destruidas sin posibilidad de recomponerse.

—Papá, ¿por qué no te creí cuando dijiste que sobre tu cadáver estaría con ella? —inquiero acariciando la lápida de mi padre, ahora que acabamos de sepultar su cuerpo y darle la última despedida.

Si supieras, padre... Acaba de ser tu último adiós y todas aquellas mujeres que mantuviste durante tu vida a cambio de ser tus amantes ocasionales o bien, fijas, han brillado en el cementerio, pero no por los diamantes que adornaban sus dedos, sino por la ausencia que han dejado.

Solo ha acudido una mujer a tu tumba, ha depositado sobre ella una rosa negra y mirándome a los ojos me ha hecho llegar un mensaje que desconocía:

"Solo vengo a asegurarme de que está muerto, bien muerto para que no pueda seguir haciéndote más daño —hablaba con tanta familiaridad, papá—. Siempre llevaba consigo una carta que es necesario encuentres. No lo olvides, Rodrigo" —me dijo y palmeó mi hombro en señal de, ¿qué? ¿Lástima, pésame, cariño?

Sentado encima del mármol que todavía no fue colocado sobre el féretro, le dedico unas últimas palabras de despedida, que con su muerte se lleve el rencor por tantos años anclado en mi interior.

Seco una lágrima, soy un hombre, los hombres no lloran, tal y como decía papá. ¿Sabes qué? Vete al cuerno, ¿quién dijo que el llanto es una cosa de género?

Y me doy cuenta, con ese pensamiento que tal vez todavía haya esperanza para mi pobre alma ahogada en valores e ideales machistas.

—Padre, quiero darte las gracias por no haberme dejado tirado cuando mamá se fue. No es que fueras un gran ejemplo, ni estuvieras cuando te necesité, pero me diste un futuro laboral y por eso quiero agradecerte. También lamento no haber podido hacer más para salvarte la vida. Debí ver que se acercaba tu final. Pero sí puedo prometerte algo, aunque a ti eso no te importara, voy a ser una mejor persona. Voy a averiguar sobre mis raíces aunque eso me destruya, no más secretos familiares.

Dejo la rosa blanca que Éire me entregó antes de marcharse llorando, sobre el ataúd cubierto por la tierra y me alejo caminando sin girarme por si las fuerzas me fallan.

Dejo la rosa blanca que Éire me entregó antes de marcharse llorando, sobre el ataúd cubierto por la tierra y me alejo caminando sin girarme por si las fuerzas me fallan

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La llamada que le hago a mi secretaria es rechazada una y otra vez sin resultado. ¡Maldita sea! Cómo necesito que responda el teléfono y escuchar su voz ahora que las palabras con las que nos despedimos suenan en mi cabeza como la peor letanía.

—Rodrigo, nosotros ya no tenemos futuro. Está cubierto por la sangre que perdió tu padre. No volveré a molestarte, firmaré el despido o lo que me pidas —dijo con la voz a punto de quebrarse.

—Éire, Éire —la llamé sujetándome a sus piernas como un niño que no desea que se marche—, no puedes dejarme así sin más. No tienes que renunciar a tus derechos, y aunque no estemos prometidos entre nosotros hay algo, ¿no crees? Tú y yo nos acostamos, para ti eso debe significar algo —y para mí, si lo recordara.

—No nos acostamos juntos jamás. Ahí tienes la verdad, nunca hubo sexo. Solo dormimos —abrí los ojos sorprendido por la mentira, sin dar crédito a lo que escuché—. ¡No me mires así! ¡Yo también quería jugar! Te mereces el peor castigo por haber desestabilizado mi vida. ¿Qué vida? ¡Me han enterrado hoy junto a él! ¡Maldita sea! —vociferó casi fuera de sí.

Arrancó a andar deshaciéndose de mi agarre, y me quedé allí tirado, abandonado, humillado y recordando que las mujeres que más amo siempre acaban huyendo de mí.

Por más que insisto en la llamada, la declina con insistencia, la misma con que yo vuelvo a marcar con la esperanza de que una de esas veces le dé a la tecla verde de responder

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Por más que insisto en la llamada, la declina con insistencia, la misma con que yo vuelvo a marcar con la esperanza de que una de esas veces le dé a la tecla verde de responder.

Sin embargo salta el contestador una y otra vez:

¡Hola, soy Éire! No puedo atenderte, deja tu mensaje después de la señal. Pi pi pi

Me resisto a perderla por los errores que nosotros no cometimos. Fueron muchos los desencuentros entre nosotros, pero no me resigno al final.

Subido en mi coche arranco y me decido a buscarla para poder hablar con ella. ¿Se habrá ido a casa?, medito. No, claro que no. Habrá ido al encuentro de su madre, y aunque el terror a ver a esa mujer sea inmenso, más grandes son mis ganas de solucionar todo con Éire. Necesito que me diga que no va a hacernos esto, porque algo me dice que nos queremos aunque todo esté en nuestra contra.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora