Espantada por la sesión de besos que nos acabamos de regalar sin ambages, Éire recula hacia atrás y choca contra el sillón de mi habitación de este inmundo hospital.
Nadie sabe las ansias que tengo de que me den el alta y marcharme de aquí. Todo huele a desinfectante, a comida preparada e insípida. Necesito por una vez encontrar el calor del hogar, dejarme consentir por los cuidados del servicio de la mansión de mi padre.
Inquieto porque ella parezca arrepentida por haber correspondido mis besos, mis caricias y haya dejado que la estreche entre mis brazos por algunos minutos, dudo el motivo de su nuevo paso hacia atrás.
Y volvemos a ser lo mismo de estos días atrás. Dos desconocidos que por momentos se conocen demasiado. Casi se han aprendido de memoria.
—¿Por qué no llevas el anillo que te regalé? —pregunto confuso por lo extraño de la situación.
Ella enmudece de pronto. En su cara veo sorpresa y comienza a contarme sus motivos.
—Rodrigo, tú y yo no...
—¿No qué? Dime de una buena vez qué pasa —le exijo levantando la voz.
Mantengo el silencio que anhelan romper mis cuerdas vocales al notar que estoy asustándola, pues siquiera fui consciente de que estaba perdiendo los estribos.
—No era de mi talla, están ajustando el anillo a mi medida. Y con todo lo del hospital, olvidé ir a por él.
—Oh. Está bien —admito que tal vez no conozco tanto a mi novia como para saber si acerté con la medida de su dedo, pero tantos silencios incómodos y secretos que imagino en mi mente, a veces me generan las peores dudas.
—Me lo pondré... pronto.
No es que esté demasiado convencida de ello, ni ilusionada por portar la joya que le regalé.
Lo que sí recuerdo es que era de mi madre. Siempre esperé ponerla en la mano de una chica que fuera especial y Éire lo es.
—Mamá estará feliz de ver que he encontrado a la mujer indicada.
Le dedico una sonrisa y ella mira hacia la pared, sus ojos evitan cruzarse conmigo.
—Claro —responde con una mueca helada en sus labios.
Papá aparece por la puerta y llama de modo cortés, lo que me extraña.
—¿Puedo ya interrumpir el teatro o espero a la función final? —interrumpe cruzándose de brazos.
Los miro a ambos para comprender a qué se refiere. Éire agacha la cabeza y él rebusca en su bolsillo una moneda y luego se la muestra a ella.
—Anda, bonita, tráeme un café de la máquina —le pide en un tono que me desagrada.
—Ella no es tu empleada, padre.
—¿No es una secretaria? Pues que traiga algo de beber, tenemos que hablar —contesta como si creyera que todos deben servirle.
—No tienes que hacerlo, nena —le aseguro esperando que entienda que no debe hacer caso.
Ella coge la moneda de la mano de papá con rabia y luego la lanza por el aire.
—Ande, sí, termine con la farsa y luego llore cuando su hijo sea una basura arrastrándose. Aunque no crea que haya peor deshecho que usted mismo. Esa es la verdadera farsa.
Coge su portátil y su bolso y se marcha hecha una furia.
—¿No irás a creer a esa zorra, no? —me pregunta papá señalando la puerta por dónde ha salido Éire.
—Papá, no eres ningún angelito ni padre abnegado. Tal vez no va tan desencaminada.
—No. Pero no voy a permitir que te cases con ella. Sobre mi cadáver.
—Está bien, siéntate, papá; vamos a escoger qué lápida prefieres, ¿tus flores favoritas son margaritas como las de mamá?
—¡Hijo!
—Vete de aquí. Es posible que me creas más idiota de lo que soy, no me subestimes.
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El capullo de mi jefe
HumorRodrigo cree que las mujeres son objetos. Éire no está dispuesta a ser uno de ellos. Él comenzará una lucha para despedir a una secretaria eficiente, si antes no acaba ella con él. O el amor se interpone en sus caminos. Portada obra de @cabushtak