44. Rodrigo

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—¡Eres un idiota! Sigues arrastrándote por esa mujer. Ahora flores con notita romántica y todo. Eso lo he hecho yo siempre, y me sentiría orgulloso si no fuera porque no lo haces para acostarte con ella y dejarla tirada como a una colilla. Yo no te eduqué así —me recrimina mi padre furioso—. ¿Cómo fue que le pusiste? Espera, que me acuerdo: "Éire, lamento haberte despreciado. Eres una mujer increíble y serás una gran ejecutiva, si te lo propones. Perdóname. Siempre tuyo, Rodrigo". ¡Buaj! Vomitivo, hijo. Si es que lo eres, me avergüenzo de ti.

Durante mi infancia y parte de mi adolescencia, esos eran la clase de comentarios que me encerraron por horas en el interior de mi escondite, pero ahora no. Su opinión ni siquiera me afecta, y eso se lo debo a Éire. Ya he descubierto qué lugar merece una mujer aunque me cueste admitirlo en voz alta, y ese lugar es el mismo que cualquier hombre. Los mismos beneficios, los mismos derechos.

—Tú también eres vomitivo siendo rechazado por decenas de muchachas jóvenes que te ven como un viejo asqueroso que quiere meterles mano y las avergüeza con sus tácticas de ligue —le rebato con argumentos que quedan a la vista de cualquiera que le haya visto danzar por el hospital durante su estancia.

—¡Ajá! Sabía que te encontraría aquí —dice la madre de Éire que interrumpe de pronto nuestra charla.

Mi padre y yo nos miramos sin comprender a quién busca y qué hace allí esa mujer, y luego observamos a la señora que cierra la puerta, se apoya en ella y nos bloquea el paso.

—Éire no está, señora. Se marchó a casa después de la reunión —le informo sin comprender todavía qué significa aquella irrupción.

—No busco a Éire. Solo quiero que me dejen vivir tranquila, y solo lo harán si hago que los dos se callen para siempre —nos amenaza con un cuchillo de cocina de sierra, de esos pequeños que apenas si cortan pan.

Parece una broma pesada. Nunca había molestado a esa mujer antes de haber ido a buscar a Éire aquel día para ir de compras.

¿Es que acaso fue una víctima de mi padre?

—Papá, ¿la conoces? —pregunto y ella atiende con atención y, a juzgar por su mirada algo desquiciada, espera una buena respuesta antes de atacar.

—No me enredo con locas, a diferencia de ti.

—¿Locas? —vocifera fuera de sí y se alborota el cabello.

Recoloca su melena como si quisiera lucir mejor de lo que lo hacía antes de su entrada y prosigue con su respuesta.

»No era tan vieja ni tan loca cuando me destrozaste. Cuando abusabas de mí en los archivadores que había junto al baño y te colabas entre mi ropa interior. Cuando sin cuidado desgarrabas mi piel. Era más joven el día que me convenciste de que no podía mandarte a la cárcel porque a mí me gustaba tanto como a ti tomar lo que querías y cuando querías. Luego, luego de confundirme con tus palabras vomité tus zapatos y me obligaste a pagar con mi sueldo su precio. Pero mucha más basura había dentro de ti.

—Dime que no eres un maldito violador —exijo a mi padre entre mis dientes, estos rechinan de puro coraje y vergüenza por ser su hijo, hay dolor, y siento que el ser que me dio la vida contamina mi propio aire.

—No disimules, tú eres igual. Quieres aprovecharte de tus secretarias.

—No lo niego, señora —hago una pausa y tomo aire para proseguir—, pero jamás he abusado de ninguna. Ambos hemos querido, si ha habido algo más que una relación laboral.

—Él...él... él debió ser. Te mataré, desgraciado, no volverás a seguirme, a enloquecerme.

—Podemos llegar a un acuerdo. ¿Qué tal un cheque? —Ofrece papá y, pienso, que en realidad podría ser el culpable de tan abominable acto.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora