24.4 Éire

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Levantarme de la cama, buscar una ropa adecuada para ir a la oficina, la ducha, el desayuno... me evoca recuerdos que preferiría guardar bajo llave.

Me preparo con tiempo de sobras para lamentarme de regresar a un trabajo que amo, aunque el lugar me provoque estremecimientos.

Al acercarme a la cocina veo que mamá ya ha preparado un café delicioso —en realidad de lo poco que suele quedarle increíble—, ella nunca fue la misma desde su estado de depresión, aunque tenga días mejores que me hacen olvidar sus intentos de saltar por la ventana en múltiples ocasiones. Motivo por el que decidimos colocar rejas, aunque sus pretensiones suicidas no se puedan evitar para siempre, pero parece que lleva unos meses más animada.

—Buenos días, pequeña —me saluda con bastante ánimo.

Encontrarla de tan buen humor es un soplo de aire fresco para mí.

—Buenos días, mamá. ¿Me has preparado café también? ¡Cómo te lo agradezco! —Hago una pausa para tomar un sorbo— Lo voy a necesitar.

Ella solo responde con una sonrisa de cortesía. Sin darle importancia me evado en todos los días que desperdicié por demostrar que podía ser mejor. Una empleada brillante que incluso se rebajó a vestirse como las mujeres que Rodrigo acostumbra a frecuentar.

Me planteo qué me esperará hoy.

¿Acaso él será amable como ayer? ¿Me pondrá a responder llamadas personales una vez más? Incluso espero que pueda dar un paso más. Porque con mi jefe si algo está claro es que las sorpresas no se terminan, aunque las positivas escaseen.

—Hija, ¿cuándo volverás a traer a casa a ese jefe tuyo? —dice con simulada inocencia.

—No sé, mamá. En realidad espero que no tenga que volver a poner sus pies en casa. Con el trato que tenemos en el despacho, creo que es suficiente.

Agacha su cabeza.

—¿Podrías invitarlo a comer un día?

—¡Mamá! ¿En qué diablos piensas? No voy a invitar ese hombre para que siga invadiendo mi vida personal.

Me pongo en pie y camino hasta el fregadero para dejar la taza y abro el grifo para enjabonarla y pasarle un agua limpia.

—Deja eso, Éire. No vayas a mojarte la americana.

Asiento y me despido dándole un beso en la mejilla antes de salir por la puerta de casa rumbo a la empresa. De nuevo. Me debato entre la felicidad de haber recuperado el empleo y la desidia de soportar varias horas junto a él.

 Me debato entre la felicidad de haber recuperado el empleo y la desidia de soportar varias horas junto a él

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Con la propuesta de mi madre, he de reconocer que las prisas por llegar han sido exageradas. Me encuentro con la recepcionista de la entrada, el guardia que vigila que todo esté en orden y poco más.

Decido entrar mientras tanto y tomar posesión de mi mesa.

Espero complacerle y calmar la tensión de ayer demostrándole que voy a tomarme muy en serio todas mis tareas empezando desde ya. Quiero organizar si es preciso y ponerme en funcionamiento sin demora.

La puerta está entreabierta. Lo que no suele ser habitual en la oficina de dirección, me alarmo imaginándome los peores presagios; ¿habrán tratado de robar documentos importantes? ¿Los de limpieza se olvidarían anoche de cerrar con llave?

Camino con sumo cuidado, quiero evitar ser escuchada por si hay alguien en el interior o me encuentro con algo desagradable.

Sí, justo. También he pensado en que puede estar Rodrigo con alguna de sus amigas, aunque irrumpir en mitad de la noche con una de sus conquistas no era habitual en él.

Lo que descubro en el interior de la habitación era lo único que no había barajado entre tantas opciones.

Un Rodrigo totalmente vencido, con la camisa desabrochada, la corbata aflojada y sin chaqueta, apoyado sobre su sillón de cuero con un vaso de whisky en su mano derecha. Con la izquierda sujeta una botella casi vacía que se resiste a soltar.

Me aproximo sin llamarlo. No quiero que sepa que soy la espectadora de tan lamentable escena.

El olor a alcohol consigue que retroceda a unos centímetros de él. No sé si se ha bebido casi una botella completa, o toda una reserva. Es nauseabundo, aun así consigo obviar mi malestar para hacer algo con la nueva faceta del señor Salas: su ebriedad.

—Señor, ¿me permite que llame a un taxi que lo lleve a casa? Está seriamente perjudicado —le ofrezco con lástima.

—Ah, hola. La esperaba —responde sin dejar de centrarse en su copa.

Tiene los ojos enrojecidos por múltiples causas que prefiero no plantearme, pero mirarle me encoge el corazón.

»Debe estar muy dichosa por ver a un hombre como yo destruido por completo. En lugar de llamar a un taxi, debería exhibir su victoria.

¿Mi victoria? No tengo la menor idea de a qué se refiere, supongo que son estupideces que no debo tener en cuenta. El alcohol no le sienta a todo el mundo de la misma forma, y mañana no recordará nada. O en unas horas cuando se despierte tras la borrachera.

—No se me ocurriría permitir que haga una estupidez semejante, jefe. Estoy aquí para ayudarle, no para vengarme. Esas cosas se las dejo a usted —susurro lo último bajito para que no me escuche.

—Lo haría con placer —responde también entre dientes—. Pero por alguna razón ya no me divierto tanto con eso.

Termina el vaso de un solo trago y abre la botella para servirse otra.

Aprovecho su torpeza para arrebatarle el whisky. Es suficiente por hoy, antes de que el poco respeto que le tengo se esfume por el lugar más recóndito.

—¡Eh! ¿Qué haces, Éire? Devuélvemela. Ya.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Despedirme? —interrogo con los brazos en jarras.

—¡Bah!

Hace un gesto con su mano  porque a pesar de estar ofuscado, no pretende discutir conmigo. Se coloca sobre el escritorio con los brazos cruzados, estos son la almohada improvisada de su cabeza.

Lo incorporo tratando de hacer acopio de toda la fuerza de mi cuerpo para levantarlo de esa silla. Se tambalea y por poco me arrastra al suelo con él como el día anterior cuando jugamos al paintball.

Nuestras bocas casi se rozan, y giro la cabeza, no deseo más contactos de los que pueda arrepentirme, o reclamarme él en un futuro.

—No te culpo por odiarme, por desearme lo peor, por querer verme en la miseria más absoluta, Éire. Pero no vuelvas a abandonarme, no vuelvas a irte... yo no soy papá, no te haré daño. Puedes contarme por qué te fuiste, te protegeré, mamá.

Se desploma en mi hombro y como puedo lo regreso al sillón. Pesa demasiado y no podré aguantarlo por mucho tiempo. Siento lástima por su pasado y su dolor, pero yo no puedo ocuparme de sus problemas. Será todo mejor si me limito a hacer mi trabajo.

Llamo a Antonella, busco el número en la agenda de contactos de Rodrigo. Ella sabrá qué hacer.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora