29. Rodrigo

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Extrañado por transitar un pasillo desierto y desconocido, camino con cuidado de no hacer el menor ruido. 

Mis pies desnudos contrastan con el suelo frío que le molesta a mis plantas. 

«...Doctor...» «¡Enfermera!» «Se despierta... señor... señor»

Las voces lejanas me molestan, incrustándose en mi cerebro y me detengo sujetándome la cabeza.

Sigo escuchando las voces difuminadas en mi interior, oigo oraciones sin sentido que parecen habitar en mi mente pero trato de evitar.

Abro la primera puerta que me encuentro a la izquierda. Todas ellas son de un blanco inmaculado y me introduzco con temor a lo que encuentre en su interior, y vergüenza porque nadie me invitó a cruzar el umbral, pero me siento invitado en un lugar del que soy ajeno.

Varias personas conversan en el interior, apostaría que se trata de una reunión. Todos están sentados en círculo, cada uno ocupando su silla y parecen entenderse entre ellos, son un grupo bien avenido.

—Tú debes ser el nuevo —afirma con desdén una mujer que se recoloca la camiseta mostrando casi en la totalidad su sujetador. Se lima las uñas y me guiña un ojo, para luego fingir que no existo.

—Deja que se presente —ordena el que parece ser el organizador de tal evento.

—¿Yo? —pregunto extrañado sin saber muy bien qué hago aquí ni qué debo decir.

Todos asienten sin comprender tan estúpida pregunta. Sus rostros acusadores consiguen que me sienta incómodo. 

Me encojo de hombros y una silla de la nada recorre la estancia y me atropella, así me obliga a que siente mi trasero en ella. Me encuentro ubicado entre una niña vestida de princesa y la mujer de antes que pasa la lengua por sus labios con deseo.

—Me llamo Rodrigo —inicio confuso.

—Hola, Rodrigo —responden al unísono. 

En lugar de una cálida bienvenida, me parece un saludo en masa como si les hubieran adoctrinado.

—No sé porque estoy aquí —les aseguro mientras trato de averiguar qué sucede en este lugar.

—Apostaría que eres un pervertido —abre sus piernas y me deja ver su sexo desnudo bajo una falda bastante escueta.

—Celia, ya hemos hablado de buscar sexo aquí. Vienes a por una cura, no a captar más amantes.

Vuelve a unir sus piernas y la miro de arriba abajo. Es una mujer menudita, morena, de cabello corto, ¡vaya! no es precisamente una de las barbies que salen en las películas pero para un ratito le podría servir a cualquiera.

Escucho una risa a mis espaldas que me resulta familiar. Necesito poco para tener la alucinación de que mi secretaria se está divirtiendo a mi costa.

—Rodri, Rodri... solo tú puedes aparecer desnudo a una reunión de adictos al sexo.

Vuelve a carcajearse sin tratar de contenerse.

»Recuerda lo que te dije... tu amiguito tiende a avergonzarse en situaciones de estrés, mejor usa ropa, se disimulan mejor las carencias.

—¡Éire! Márchate y devuélveme mi ropa.

Solo debo pensar en una muda de ropa para aparecer en la silla con un traje de corbata, y de los más caros que poseo. 

Ella desaparece tras una cortina de humo y siento que estoy sufriendo alucinaciones. Restriego mis ojos con los puños y entonces encuentro la mitad de sillas vacías. Repito la operación. 

En esta ocasión aparece ante mí una orgía entre los pacientes y ojiplático reconozco que disfruto de la imagen.

—¿Ves? Eres un adicto al sexo, y a todos los malos vicios —escucho la voz de Éire aunque no logro verla.

Debo salir de aquí de inmediato. Sin mirar hacia atrás para ser espectador de la escena de lujuria y perversión que tiene lugar a mis espaldas, cierro la puerta y regreso al pasillo.

Esta vez, podría probar a mi derecha. Tal vez la suerte me acompañe y comprenda mejor por qué motivo me encuentro en un pasillo como este.

Abro con cuidado. Esta puerta chirría mucho más que la anterior. Parece la compuerta de un barco que es de metal reforzado pero con las visagras oxidadas, tal vez a causa del agua. 

—Te dije que no entrara nadie. Quiero quedarme a solas —replica una mujer de cabello dorado, de almendrados ojos oscuros que no soporta la luz que entra por la puerta.

—Disculpe, señora, estoy perdido... ¿sabe dónde nos encontramos? —trato de indagar esperando alguna respuesta.

Se coloca el brazo sobre la frente como si pudiera librarse del rayo que ahora nubla su visión. 

—Solo nos encontramos si deseamos que nos encuentren. Tu madre, hijo, vive confinada desde hace tanto tiempo que es imposible ser hallada. Imposible ser amada. No permitas que tu odio destruya también tus recuerdos.

—¿Mamá? —pronuncio balbuceando sin poder creer que esa mujer que trata de decirme algo, sea la misma por la que he llorado noche tras noche ante la ausencia de su amor.

Ella solo asiente y alarga la mano para unir nuestras manos. Dudo unos segundos por mi temor, por el rencor que he alojado en mi corazón durante años.

Mis dedos la rozan por unos segundos, siento una corriente eléctrica que consigue que un vacío que estrujaba mi pecho se llene de repente. Es mi madre. Está viva y no me ha olvidado.

Cuando aprieto sus dedos en señal de afecto, siento una fuerza atrapante que me succiona y me expulsa de la habitación.

¡No puede ser! ¿Qué sucede aquí?

«Rodrigo, regresa» «Doctor, doctor... hay movimiento ocular». 

De nuevo las voces me atormentan. En el pasillo de vuelta me dejo caer sobre mis rodillas sin fuerzas para seguir con mis batallas y asimilar que estoy atrapado en un área de paso que me comunica, aparentemente, con mis peores pesadillas.

Esta vez la siguiente habitación no está cerrada por completo y escucho los jadeos de lo que parece una pareja manteniendo relaciones sexuales. 

Tras lo vivido, deduzco que debo averiguar que hay tras la puerta porque puede ser una enseñanza que necesito vivir. ¿Qué encontraré?

Abro más para poder sucumbir a mi curiosidad de otear en su interior. 

El asco de ver las nalgas de papá sobre una jovencita me provoca náuseas. No necesitaba ver a la persona que me dio la vida siendo el mujeriego que siempre ha sido. Trato de dar otro vistazo antes de marcharme sin ser advertido. 

Veo las manos enlazadas de mi anciano progenitor y su melena castaña me aplasta los sentimientos. 

—No puede ser —susurro entre ruegos de que no sea ella la persona que ha caído en las redes de mi padre, de la ambición de la madurez y el poder.

Veo su sonrisa mientras él la cubre de besos en el cuello. A pesar de que mira hacia dónde estoy, ella parece no poder verme. Quisiera gritar y por el contrario callo y una lágrima se escapa y la seco con furia.

—Confía en mí —vuelvo a escuchar su voz en este sueño omnipresente—. Yo nunca te traicionaría.

—Pero ella... él... —respondo acongojado.

—Solo confía.

¿Qué significa esta presión que me roba el aire? ¿Las infinitas ganas de romper en llanto como un bebé que necesita el consuelo de su madre? Me consume la idea de estar desamparado sin ella.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora