39. Éire

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No ha sido necesario que Rodrigo invitara a su padre a marcharse de una forma amable, en cuanto nos vio unidos como pareja, dispuestos a ser felices —aunque él no entrara en la ecuación—, decidió tomar la puerta tras cruzar su abrigo con aires de grandeza.

Le sonrío cómplice y, por primera vez, desde que atravesé el hospital el día de hoy, conseguimos que el ambiente no esté cargado por la tensión y las discordancias.

Mi discurso ha conseguido perder fuerza y valor con la visita que hemos tenido hace unos minutos. Sin ambages, evitando ser fulminada con su arrolladora y tirana personalidad, decido que es necesario decir cada cosa ensayada, punto por punto. Apenas restan unos minutos para que comience la reunión postergada por tanto tiempo y me infundo ánimos: Éire, ahora o nunca. ¡Vamos!

Ordeno algunas hojas impresas que hay sobre la mesa auxiliar que he tomado por la fuerza. Le doy la espalda para no mostrarle mi estado de nervios.

—Rodrigo.

—Ya sé qué me vas a decir, y no tienes nada que temer. Estoy de acuerdo que a todos nos puede ocurrir, no tiene la menor importancia —dice y yo me pregunto si acaso se referirá a lo mismo que yo quiero aclarar.

—¿De qué hablas? Por supuesto que no temo a nada, llevo mucho tiempo esperándolo y debe salir todo a la perfección, ¿no crees?

—Así será. Cuentas con todo mi apoyo para que se convierta en un día inolvidable, no escatimes en recursos.

—No lo haría. Es importante que todo salga como hemos planeado siempre, pero no voy a decepcionarte.

—Jamás podrías hacerlo, pero... ¿puedo pedirte un último favor? —solicita asustado e intuyo que una de sus travesuras ronda su mente.

—¿Por qué no? Solo pide y se te dará —respondo y le guiño un ojo calmada y distendida por el apoyo que me brinda después de su alarde de estupidez.

—¿Por qué no te compras un conjunto bien sexy de encaje negro para la noche de bodas? Me vuelve loco y el negro es el que enloquece a los hombres, digan lo que digan. Ni rojo ni blanco. ¿Lo harás por mí? —Su tono es de súplica y, sin querer, mi boca se ha abierto de par en par ante una petición que me ha tomado desprevenida por completo.

—Está claro que seguimos a años luz el uno del otro, señor Salas. ¿De qué demonios creía que hablaba? —interrogo con la molestia instalada en cada fibra de mi organismo.

—Del anillo. ¿No sabes cómo decirme que lo has perdido, no? Pero no importa, Éire, puedo comprarte el más bonito de la joyería más selecta de la ciudad. En tu dedo quedará hermoso —asegura a la vez que sujeta mi mano derecha.

—No va a haber boda —dejo que salga de mis labios iracunda.

Luego tapo mis labios por la brusquedad con que confieso el inicio de lo que es el derrocamiento de una farsa. Imposibilitada por proseguir con la mentira,  la rabia de mi interior ha ido en aumento, ha subido peldaño a peldaño como una escalera a mi cerebro, hasta conseguir que explotara.

—Es por la reunión con Martín. Estás nerviosa y no has pensado bien lo que dices. Pero no puedes romper un compromiso entre nosotros solo por la tensión acumulada ante la reunión.

Parece que su mirada comienza a cristalizarse. ¿Va a llorar? ¿Qué nueva burla es esta?

—¡No! Es que no puedo seguir sosteniendo algo tan grande. No quiero que te ocurra nada, porque te he tomado cariño todo este tiempo —y eso que no me lo has puesto fácil— pero debes saber que no soy tu novia ni tu prometida. Solo tu empleada. Una simple secretaria, así que no habrá boda. Ni ahora, ni nunca.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora