33. Rodrigo

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Sobreponerme a los contratiempos es a lo que me dedico, o me dedicaba, antes de caer en este profundo sueño.

Rodrigo, ¿quién eres? ¿Recuerdas acaso, que te has aferrado siempre a la vida como si fuera el último instante de tu asquerosa existencia?

Y con todas las dudas que me planteé en la cabeza dentro de mi subconsciente, por extraño que pueda sonar, decidí actuar.

En un utópico sueño del que habría desertado si no hubiera sido porque era la última alternativa posible, imagino que me convierto en una especie de pez humano, con aletas, branquias y dotes de nado como si el agua fuera el medio en el que me he desenvuelto siempre.

Tal vez habría sido más atractivo como sireno, hombre sirena o el término que sea más correcto, pero a veces la mente juega malas pasadas imaginándose las más complejas situaciones. Y sueños, sueños son, pero la herramienta perfecta para salir de los recovecos más negros en donde me hallo atrapado.

—Rodrigo, tú puedes volver. Recuerda que yo confío en ti y no voy a soltarte la mano —me dijo unos instantes antes de que cruzara todo el estrecho para ir a parar a una isla que desconocía.

Como también ignoraba en su totalidad los peligros que debería sortear antes de mi regreso al cuerpo que me pertenecía y ahora yacía como muerto en vida en un lecho. Solo eran momentos breves los que podía verme tirado en aquella habitación del hospital, como una pequeña bombilla que me alumbraba por segundos efímeros.

Más que los daños cerebrales que pueda significar no regresar, me preocupa que mi cuerpo perfecto se atrofie y luego, ¿para qué me iba a servir el gimnasio? ¿Para qué sirve tanto esfuerzo si no voy a poder hacer uso de él y volver loca a mis mujeres?

Con los pensamientos en otro plano del que ahora me encuentro, junto a Éire pero con la mente puesta en mis vicios del pasado, logran que me olvide de que debo volver a mi forma humana en lugar de retorcerme como hombre pez entre la arena al acceder a tierra firme.

Regreso a mi cuerpo anterior, el único que conozco, de hecho. ¿En serio, Rodrigo, quieres seguir anclado a la apariencia?, me pregunto al observarme vestido con un esmoquin impecable y zapatos italianos, los mejores de mi colección.

¿Qué? Me sienta como un guante, responde mi lado egoísta, descerebrado y superficial.

Es complicado explicarle que estamos tratando de escapar o pedir ayuda para huir de una isla, tal vez desierta, y que además con un calor abrasador que comienza a quemar con insistencia, esa ropa no favorece.

Unas bermudas y crema solar, por favor, pido en mi mente, lo que me es concedido al instante. Lo único menos terrible de las lagunas de mi cabeza es, poder conseguir lo que uno pida, porque en esta lúcida fantasía soy dueño de mi destino. Uno que consiga llevarme a ella. A las curvas que todavía no recuerdo.

Si hubiera sido la mente brillante que algunos creen, por dirigir un fructífero negocio, habría caído en imaginarme tal vez una cabaña entre frondosos árboles y frutales que alivianaran el día. Pero no consigo imaginar escenarios diferentes. Hasta que la noche no se cierne sobre mí, con su manto oscuro y la ausencia de estrellas en un raso cielo, no se me ocurre crear en mi fantasía que descanso bajo una palmera y una improvisada manta.

Como una carrera, el sol empuja a la luna para que vuelva la claridad sobre este paraje escondido y abandonado de la mano de la humanidad. Y salivo al imaginarme deliciosos platos que solo, por ser todo producto de mi mente, aparecen ante mis ojos. Mientras devoro con ansia y algarabía, añoro volver a la vida real. A rozar las manos duras, esquivas y suaves de mi secretaria.

«¿Por qué no puede venir un maldito helicóptero a rescatarme?», me lamento en voz baja.

Escucho el ruido de las aspas de un helicóptero al instante y me río ante mi estupidez por no haberlo pensado mucho antes. Definitivamente necesito más originalidad en el mundo de Morfeo. La corriente de aire que arrastra hace que se hinche mi bañador y note algo de frío por breves segundos.

—¡Sube! Te vienes con nosotros —me ordena un hombre armado hasta los dientes a punta de metralleta.

No era lo que esperaba en realidad cuando anhelaba que vinieran a buscarme y sacarme de aquí, pero incapaz de reaccionar, escalo cuando me lanzan una escalera de red.

»Vamos, vamos, vamos. Tenemos que irnos —apremia el desconocido y subo sin casi saber dónde pongo los pies y tiran de mi mano para que pase al interior. Allí me siento en los sillones de cuero que tiene, y me abruma ver varios sujetos con armamento para ir a una guerra.

—¿Qué... qué ocurre? —pregunto sorprendido por lo ocurrido.

—En esa isla había un gran cargamento de cocaína enterrado. Nos lo robaron y ahora queremos recuperarlo. Tú serás el sacrificio de esta historia.

Unas repentinas náuseas, al límite de causarme el vómito aparecen. Ni siquiera estoy convencido de que la sangre sea capaz de seguir llegando al cuerpo. Hago el intento de levantarme aprisa, pero ellos me detienen. El jefe parece burlarse con una sonrisa ladina.

Y con la mente, concentrándome en los deseos que puedo lograr solo pensándolos, veo el helicóptero vacío, no hay piloto, solo un vehículo a punto de estrellarse.

Me lanzo sin mirar atrás sintiendo la altura en mis espaldas, la velocidad de caída y me siento realmente libre como nunca antes, sin medir las consecuencias, al fin y al cabo, no voy a morir en mi propia mente. ¿O sí?

Al acabar en el asfalto, sucede algo ináudito. Mi cuerpo lo atraviesa como si fuera papel frágil, ¿qué habrá más allá de la carretera?, me pregunto.

—¡Enfermera! ¡Enfermera! Rodrigo ha abierto los ojos —vocifera una voz femenina que no identifico producto de una confusión.

—Salga, señora. Vamos a revisarlo —ordena otra mujer mientras toca algunos aparatos a mi alrededor y presiona el timbre.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora