16. Rodrigo y Éire

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Sábado

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Sábado. Quedan dos días para vencer el límite impuesto por el cliente que adora a mi ex secretaria, esa criatura odiosa que se empeña en complicarme la existencia.

Detesto su presencia. Odio que pasara aquella criba y fuera idónea para un puesto que debiera haberle sido denegado por ser mujer.

Los negocios siempre han sido cosa que trataban los hombres hasta que decidieron demostrar que pueden estar a nuestra altura y no solo eso, pueden superarnos en todo.

Yo pensaba que eso podían demostrarlo pariendo hijos, entre ollas en la cocina y ordenando la casa, criando hijos —las tareas que siempre han hecho nuestras madres—, pero ahora se han sublevado.

Muchas dan sus negativas a tener descendencia y permanecer en el hogar, valoran y exigen su independencia mientras algunos hombres son ahora los que ejercen el papel, que cualquier feminista diría que es retrógrado y primario. ¡Bobadas! Si el mundo funcionaba así, no sé porqué cambiarlo.

No, no solo ha cambiado. Además ahora he de rogar y someterme a los deseos de ese diablo con escote.

Antes de dirigirme a la casa de Éire, pido a mi ayudante suplente que cancele mis citas al día de hoy y se comunique con Martín para asegurarle que hemos hecho progresos y no tiene de qué preocuparse.

Papá me diría que lo peor que puedo hacer es vender la piel del oso antes de cazarla. No le falta razón. Y no lo haría si él no estuviera hostigándome con sus varios mensajes a mi buzón de voz que me ponen en la cuerda floja.

Los nervios por el temor a no lograrlo me hacen sentir como si la corbata fuera la soga que aprieta mi cuello. Debería estrujar a Éire del mismo modo en que la campaña de Martín me está ahogando.

Trato de socavar toda mi rabia y me marcho a su casa. Calculo el tráfico y tiempo en hacer la ruta para no llegar tarde. No pretendo ponerle más sencillo su pequeña revancha, y darle a entender que trato de retarla, así que más vale no hacerla esperar.

Detengo el vehículo en el mismo lugar dónde el otro día lo hice y recuerdo el incidente con las flores y el agua que me lanzó la muchacha. Esbozo divertido una pequeña sonrisa.

Sería de locos reconocer que es excitante que me rete. A veces quiero llevarla al límite, otras desaparecerla de la faz de la tierra y la mayoría de las veces me conformaría con domarla a mi medida, ese sí sería un buen premio por todos los inconvenientes. Diluir su carácter como la nieve desaparece ante el sol abrasador.

Reviso que mi traje se ajuste como un guante y no se arrugue, coloco mi reloj en la posición correcta y camino hasta el timbre de la puerta para avisarle de que he llegado.

Consulto la hora. 10.51 horas. ¡Veremos qué nos depara el día!

Suena el portero automático y me levanto para responder

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Suena el portero automático y me levanto para responder. Mamá todavía está en la ducha y ya le avisé ayer que podía recrearse todo lo que quisiera.

—¿Quién? —pregunto por el telefonillo.

—Rodrigo. ¿Recuerdas que hoy teníamos una cita para ir a por tu vestido? —responde con una voz bastante conciliadora.

¡Quién te ha visto y quién te ve, Rodri! pienso para mí y no puedo disimular mi satisfacción ante la idea de que el calvario de hoy solo acaba de comenzar.

—Sube —contesto y presiono el botón que abre la puerta de abajo para que pueda pasar al interior.

Escucho el ruido que hace el ascensor por lo que enseguida sé cuándo está a punto de llamar.

Cuento como sesenta segundos desde que oigo el característico tono de la puerta del piso hasta que le voy a abrir la puerta.

—Buenos días. —Sonrío—. Toma asiento en el sofá porque había olvidado que venías y todavía debo ducharme y alistarme. ¿Algún consejo con qué ponerme? —inquiero e intento que recuerde que todavía las heridas no han sanado y poco a poco él será quién coloque las tiritas, pero si se pasa de listo, entonces seguramente actúe como la sal y me recuerde cuánto escuece.

—¿Tienes algo para ofrecerme? —pide como si se imaginara que la espera puede ser larga.

Voy a la cocina y en un intento fallido de hospitalidad cojo un vaso y lleno agua del grifo. En definitivas cuentas, no soy yo la rica. Y además gracias a él estoy en el paro. Y aunque tuviera el whisky más caro, preferiría cambiarlo por matarratas.

Regreso al salón y extiendo la bebida.

—Toma.

Coge el vaso con reticencias. Lo que veo en sus ojos es sorpresa, asco... no augura nada bueno. El cristal está impoluto, los pobres no tenemos lujos pero sí somos limpios al menos.

El agua turbia le provoca dejarlo en la mesa de centro.

—¿No bebes? —lo animo y espero que su cortesía le obligue a hacerlo.

Tal y como intuye se traga con dificultad el agua caliente que ha salido del grifo. Su cara es todo un poema, y tras el primer sorbo vuelve a dejarlo.

—Está caliente —dice conteniendo su enfado—. Gracias igualmente.

—¡Perdona! ¡Qué despistada! Debía estar el calentador encendido.

Muestro una pena fingida y luego le pongo ojos de mujer enamorada y él decide callarse. Tal vez porque actúo muy bien o porque en realidad necesita que vaya a esa dichosa fiesta.

Desaparezco por el pasillo y busco unos vaqueros y una camiseta para ir de compras al centro comercial, lo acompaño con unas botas de pelo y luego me meto al baño.

Mamá ya está secándose el pelo así que puedo empezar a prepararme la ducha. Quiero hacerle esperar y sufrir, pero tampoco matarlo del aburrimiento.

Doy gracias a Dios a las mil excusas y productos que usamos las mujeres para tardar más de lo habitual. Bienvenidos sean a la fiesta... el champú, acondicionador, exfoliante, leche corporal. Y como invitadas estelares podemos añadir a la plancha y depilación de última hora.

Consulto la hora en el despertador tras colocar un par de horquillas en mi pelo liso para que no me moleste en la cara demasiado.

12.45 horas de la mañana.

Me siento muy satisfecha por haber sido una sola vez la que más tarda en arreglarse, ni siquiera cuando he salido por la noche he conseguido un retraso así.

—¡Estoy lis...!

Me quedo sin palabras al encontrarme a mi madre muy pegada a Rodrigo.

La situación es cuanto menos cómica. Posiblemente sea la primera vez que él no sepa cómo frenar las manos de una mujer.

Carraspeo en un intento de hacerme notar. Ellos se detienen, aunque mi madre lo abraza por los hombros como si fuera lo más natural del mundo.

—¿Podemos irnos? —Sus palabras anuncian súplica.

Me toco las orejas.

—¡Pendientes! Será solo un minuto.

Voy a la habitación a buscar unos que sean elegantes para vérmelos con el vestido y poder decidirme por el adecuado. No mentiré. También estoy disfrutando saber que mamá está ayudándome a hacérselo pasar mal y me alegro.

—Ya está.

—Vámonos, entonces —exclama feliz por poder desaparecer de mi casa.

—Uy, Rodrigo. No he cogido ningún collar, ¿me esperas? —le pido con la intención de sonar apurada por el retraso.

—No, no. Te compraré uno. Dos. Diez. Lo más caro, pero por favor tenemos que salir ya o encontraremos todo cerrado.

Suena tan forzado que no creo en absoluto el pretexto que acaba de usar pero me ofrece su brazo y yo lo acepto marchándome por la puerta como dos buenos amigos. 

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora