17. Rodrigo y Éire

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Si no fuera un caballero —bueno, cuando es que lo soy—, diría que la madre de Éire ha conseguido ponerme los huevos de corbata

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Si no fuera un caballero —bueno, cuando es que lo soy—, diría que la madre de Éire ha conseguido ponerme los huevos de corbata. Todo el coraje se ha volatilizado para dejar paso al terror de tener una mujer madura queriendo abusar de mí en el sofá de su casa.

No fue nada sencillo soportar estoico cada muestra de cariño. Me sobaba. Estiraba de las solapas de mi chaqueta. Alargó mi corbata casi hasta su cuello para acercarme como un perro con correa. Mi mentón estaba lleno de las huellas de sus dedos y ascendía repasando mis labios.

Lo más sútil que he podido he rechazado sus atenciones, pero no ha sido fácil, ya que no podía herirla y provocar más problemas con Éire.

El colofón a todo ello fue cuando, la que fue mi empleada, se marchó a por joyas a su habitación.

La madre abandonó sus zapatillas de andar por casa y colocó su pie sobre mi entrepierna, con mini media incluida.

No logro olvidar todas las imágenes bochornosas de su conquista. Apartarlas de mi mente es casi una utopía y me obligo a observar el paisaje durante el trayecto en coche hasta las tiendas más exclusivas.

Puede que mi ex secretaria no se parezca a las numerosas modelos que he llevado a mi cama, pero sin duda, es mucho mejor que los labios de la señora que quería que la besara y me ponía morritos cual sapo.

—¿Ocurre algo? —susurra extrañada porque fije mis ojos en ella.

Pero no puedo explicarle que el tiempo invertido ha hecho que se vea mucho más guapa. Y que es la manzana prohibida, tentadora y atractiva a ojos de cualquier hombre en el día de hoy.

—¿Te has hecho algo? ¿Te has dejado el flequillo largo? —respondo despreocupado.

Contiene la risa.

Yo me hago el desentendido ante su diversión, pero en mi interior podría relatar los motivos por los que se la ve tan cambiada. Así como podría contarle las veces que ha disimulado que me estaba mirando. Le gusto y no la culpo. En realidad no hay mujeres que no me deseen y rocen el acoso.

Igual a esa mujer que alguna vez debí llamar madre. Ella decidió un día desear tanto, tanto a otro hombre que abandonó al hijo que había parido.

Mi nana era la que me acunaba cuando la llamaba entre lágrimas aterrorizado a causa del acecho de mis pesadillas infantiles.

Ella fue la única mujer a la que amé hasta el día de su muerte, hace apenas dos años, y la que cuando recuerdo se me encoge el corazón. Una señora mayor que me crió intentando que perdonara, lamento no haber podido complacerla. Ahora que ella no está conmigo es difícil que vuelva a mi ser.

Antonella dice que me ve perdido y vacío. Dos años en los que he conseguido, con mucho esfuerzo, volverme un tirano, un completo idiota —según sus palabras.

Hoy pondré todo mi empeño en volverme ese tipo galante que debe ganarse el perdón y la vuelta —solo temporal— de Éire, por el beneficio de la empresa.

El capullo de mi jefeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora