El hechizo de la qudo

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Bailaba, con fuego entre sus manos, llenaba el ambiente con magia, el aire con su perfume. Lo embriagaba. Todo en él quería gritar. Quería tomarla en esa misma sala y hacerla suya. Nunca antes se había sentido de esa manera.

Movía sus manos y sus pies con gracia, y su cadera desquiciaba. Lo desquiciaba.

Sus ropajes, que no dejaban nada a la imaginación, que en otra mujer hubiesen resultado vulgares, que en su palacio no estaban permitidos, flotaban a su alrededor. Llenos de brillos y deseos.

Sus cabellos naranjas caían una y otra vez sobre sus desnudos hombros, acariciándola como él quería hacerlo. Necesitaba hacerlo.

Lo había embrujado.

Si, esa pequeña bruja Qudo lo había embrujado...

El emperador despertó del sueño... del recuerdo, duro y sudoroso.

De nuevo ese maldito recuerdo taladrando su mente...

No había dejado de pensar en esa mujer desde aquel día en que los Qudo se habían presentado en su palacio.

Él sabía que no era una buena idea admitirlos... siempre supo que eran peligrosos... se maldecía ahora por haberlos dejado pisar su palacio, no debió siquiera dejarlos entrar a Kumora.

Esa mujer... esa maldita mujer lo había hechizado y ahora...

Tenía que encontrar una forma de contrarrestar el hechizo que la Qudo había impuesto sobre él.

Había logrado contenerse a base de pura fuerza de voluntad durante días, pero ya no podía más. Las noches eran las peores, le traían su recuerdo y casi podía oler su perfume, la deseaba tanto que dolía... su cuerpo y mente estaban en constante agonía.

No podía más...

Así que se levanto, mando llamar a su jefe de guardia sin importarle que fuese plena madrugada y le ordeno ir por la bruja Qudo.

Algo dentro de él sabía que no podría volver a sentir paz hasta que ella lo librara de su encantamiento, hasta que no estuvieran bajo el mismo techo. Hasta no tenerla junto a él. No debió haberla dejado ir en primer lugar... jamas debió haberla dejado entrar, a su reino, a su palacio, a su vida...





En el pueblo vecino Sabina bailaba, la plaza era grande y estaba abarrotada de aldeanos. Como siempre, cada vez que los Qudo se presentaban, las personas no podían dejar de asistir. Sus obras eran las mejores, sus danzas exquisitas, sus artilugios eran mágicos, según las personas que los compraban, ella sabía que era solo superstición y fe. Aun así, no lo diría, porque la superstición y la fe les daban dinero y ellos al ser una trova itinerante y despreciada, necesitaban de ese dinero.

Al terminar su acto soplo sus manos para apagar las llamas, hizo una reverencia al público y se dirigió a su carromato.

Como siempre, tuvo que huir de un par de admiradores que planeaban ofrecerle matrimonio. Siempre era lo mismo, los hombres se enamoraban de su baile, no de ella. Y le ofrecían una vida junto a ellos, una vida sedentaria llena de hijos y tristeza.

No, ella jamás aceptaría eso.

Prefería esto, los caminos, la danza, se prefería a ella. Aunque en realidad no conocía nada mas... nada más que el camino y a los Qudo, y, a veces pensaba que tampoco se conocía a sí misma.

Se recostó en su cama destartalada y suspiro. Aun soñaba con el palacio en el que habían estado hacia un par de días, por alguna razón, sentía que algo ahi la llamaba, ese lugar... era como si lo conociera desde siempre, la atrapo desde que cruzaron la muralla, la enorme frontera que dividía a Kumora del enorme desierto que la envolvía, aquella tierra, era hermosa y... de alguna manera tan familiar.

La prisión del emperador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora