El escape de Tamed

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Tamed espero a encontrarse solo para derretir el acero de la cerradura de aquella vieja puerta. Tan fácil como quemar un pastel.

Salió del palacio disfrazado de guardia y busco a Celia en la plaza disfrazado de anciano.

-Oh Tamed, estaba tan preocupada. – soltó la chica abrazándolo cuando la encontró.

-Tenemos que ir por Sabina.

-Olvídala, el emperador jamás la dejara irse, además, ella solo causa problemas Tamed, nada de esto habría pasado si ella se hubiese quedado en el campamento.

Celia vio el brillo rojo en los ojos de Tamed y por primera vez sintió miedo de él.

-No seas estúpida, la necesitamos, es importante, sin ella no ganaremos nunca... – Soltó convencido.

-¿Qué? No hace nada más que... ir tras de ti como una lapa.

-No, no, no podemos dejarla, entiende Celia. – la tomo por los hombros casi con desesperación - Es necesaria para ganar la guerra que esta próxima a comenzar.

-¿Por qué?

Tamed no tuvo tiempo de responder, en ese momento un centenar de guardias salió corriendo en busca del prófugo.

-Ella es la mujer de la profecía.

-¿La profecía? Es un cuento infantil.

-Claro que no, estuve ahí cuando fue formulada. La necesitamos, y fue estúpido hacer lo que hiciste, solo trajiste problemas.

Celia aparto la mirada, molesta.

-Bien, ¿que quieres que haga?

-Que regreses. Vuelve al oasis. Yo iré después... sacaré a Sabina de ahí...

-Tamed...

-Hazlo... te encontrare después.

Celia dio media vuelta y se alejo. Ella no le preocupaba, podía arreglárselas sola. Pero para ir por la Qudo, tendría que usar un cuerpo... algo más grande.


El emperador se quedo dormido junto a la Qudo, y por primera vez en mucho tiempo tuvo el sueño tranquilo.

La Qudo no durmió, se dedico a contemplarlo, era tan hermoso, acaricio su rostro con las yemas de sus dedos, apenas rozando su piel. Debía aceptarlo de una vez, lo amaba, a pesar de todo lo amaba, desde la primera vez que había visto sus ojos negros lo había amado. 

Se sentó en la cama pensando en el destino de Tamed, estaba atardeciendo, el cielo estaba rojo, jamás lo había visto más rojo. Se acerco a la ventana, el sol se ponía y dejaba tras de si un rojo escarlata, tan brillante como la sangre. Pudo ver una enorme ave, no... no era un ave... era más grande, mucho más grande, sus alas eran enormes... y era verde como las esmeraldas...

La prisión del emperador Donde viven las historias. Descúbrelo ahora