52 | La cúpula

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La noche había caído sobre las ruinas del pueblo de Hogsmeade. No había ni una sola ventana iluminada en todo el pueblo. Ni un solo farol. Ni un alma.

Debido al clima lluvioso de Escocia, muchos de los edificios derrumbados habían empezado a cubrirse de musgo. Muchas de las fachadas habían sido bombardeadas, y grandes boquetes dejaban ver el interior de las casas y tiendas. Había cascotes por todos lados. Vigas que sobresalían. La Casa de las Plumas se había convertido en un almacén de cenizas; todas las plumas habían sido carbonizadas en algún incendio, tal y como demostraba el negruzco estado de los muebles. La fachada de las Tres Escobas seguía en pie, pero un rápido vistazo al interior dejaba ver que parte del mostrador había sido pulverizado, y que casi todas las mesas estaban volcadas y llenas de polvo. Había manchas oscuras por todas partes. La planta superior de Cabeza de Puerco presentaba un gran boquete. Y su reconocible cartel, con su característica cabeza de jabalí cortada, colgaba precariamente de uno de sus goznes. Balanceándose al viento, manteniéndose obcecadamente en su lugar. Casi como una muda reivindicación. A una de las esquinas del cartel le faltaba un pedazo de madera.

Aberforth no dejó de caminar al pasar ante su viejo negocio y hogar. Ni siquiera volvió la cabeza. Tonks continuó caminando tras él, un respetuoso paso más atrás, mirando su espalda con aflicción. Ron ralentizó el paso, echando un nervioso vistazo a la fachada. Hermione se detuvo del todo, y se asomó por la puerta abierta. Lucía igual que las Tres Escobas. Todo estaba revuelto, y hecho un desastre. Cubierto de polvo. Frío.

Pasaron ante la oficina de correos. Ésta se mantenía en bastante buen estado. La puerta, al menos, estaba cerrada. Y las paredes intactas. Aunque los cristales de las ventanas eran historia. No se veía ninguna lechuza en el interior, claro está.

Cruzaron delante de Zonko, la cual lucía excepcionalmente lúgubre. Acostumbrados a ver sus escaparates llenos de luces, color y movimiento. Había dos tazas polvorientas en exposición tras la sucia vidriera, inmóviles, las cuales sabían que antes se encargaban de morder la nariz a quien intentase usarlas. Parecía como si toda la magia de ese lugar se hubiera evaporado. Como un parque de atracciones abandonado.

El pequeño grupo subió hacia la calle principal, y se detuvo en la esquina. Oteando al otro lado. Generando un par de hechizos de detección. El camino seguía despejado. Nadie se había molestado en proteger las ruinas del pueblo.

Al no haber nadie allí, al no haber nadie que pudiera convertirse en un aliado potencial para la Orden del Fénix, en una varita más que los ayudase, Voldemort no le había prestado ninguna atención. Y qué equivocado estaba... El pueblo, por sí mismo, era todo cuanto la Orden necesitaba.

Aberforth fue el primero en abrir y cruzar la puerta que conducía al interior de Honeydukes. Tonks lo siguió, y después fue el turno de Ron, el cual mantuvo la puerta abierta mientras Hermione oteaba los alrededores que dejaban atrás y generaba dos hechizos de detección de intrusos, antes de entrar también.

Seguía tal cual el matrimonio que lo regentaba lo había dejado al huir de allí. Las estanterías estaban llenas de polvorientos paquetes de dulces. No olía a caramelo. La bruja mecánica que solía remover un caldero lleno de chocolate no se movía. La balanza del mostrador se estaba oxidando por la humedad del invierno. No había nadie allí.

—¿Algo habrá salido mal? —murmuró Ron entonces, rompiendo el silencio—. ¿Dónde están...?

Y entonces lo oyeron. Alguien estaba ascendiendo desde las escaleras que conducían al sótano. Todos se pusieron, inmediatamente, en guardia. Aberforth rodeó la trampilla para sorprender de espaldas a quien fuese. Tonks se ocultó tras una estantería. Ron y Hermione lo enfrentaron de frente, varitas en alto. Aunque, si todo había salido como lo habían planeado, no era necesario. Y no lo fue.

Rosa y EspadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora