45 | Calle Blucher

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ADVERTENCIA: este capítulo contiene una escena de temática sexual. Si no te sientes cómodo leyendo este tipo de contenido, siéntete libre de obviarlo y leer el resto. ¡Gracias! :)

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El castillo de Nurmengard. Un remoto y lóbrego edificio, íntegramente esculpido en la piedra de un acantilado, situado en la costa del mar Adriático. Una prisión creada por el célebre mago oscuro Gellert Grindelwald en los años treinta, en medio de su reinado del terror. Una prisión mágica en la que encarcelar a cualquiera que osase oponerse a él. Compuesta por cientos de celdas en condiciones infrahumanas, aquellas paredes habían resguardado del sol al mismísimo Grindelwald, después de haber sido derrotado por Albus Dumbledore en la famosa batalla de 1945.

El acantilado en el cual se erigía siempre parecía estar sumido en neblina. Las olas del mar chocaban contra la base de la fortaleza. No se veía ninguna entrada. Nadie podía acceder a pie. En una de las paredes de color azabache, sin que fuese un lugar destacable en aquella simple y desigual fachada, estaba grabada la frase "Por el Bien Mayor". Desgastada y casi borrada por el paso del tiempo, afortunadamente lejos del alcance de las olas, pero no de la salvaje brisa marina.

Aquella prisión se había mantenido en desuso, debido a su deplorable estado, desde la muerte de Grindelwald, su fundador y último prisionero. Nadie le había prestado ninguna atención, hasta que Lord Voldemort había recordado su existencia.

Se había apoderado de ella en secreto, desamparada como estaba, y sin que ningún Estado Mágico la reclamara. Era el emplazamiento perfecto para encarcelar con seguridad a quien realmente precisaba ser encarcelado a largo plazo. Manejaba demasiados prisioneros como para mantenerlos todos en un mismo lugar. Además, hubiera sido arriesgado. Por eso creaba cárceles provisionales en diferentes puntos del mapa. Para presos que solo necesitase retener durante un par de semanas, antes de que le fueran útiles de otra manera. Los miembros de la Orden del Fénix encargados de los rescates no tenían conocimiento de lo que sucedía en Nurmengard.

El Ministerio de Magia tenía Azkaban. Lord Voldemort tenía Nurmengard. Y sus mortífagos, fieles seguidores, custodiaban a los escasos y valiosos prisioneros del lugar.

El mortífago encapuchado se enderezó de súbito, separándose de la pared, al notar que tenía compañía. Llevaba horas junto a los barrotes de esa celda. Comenzaba a encontrar su respiración de lo más molesta. El silencio de ese lugar era inhumano. Enloquecedor.

Aguzó la mirada tras su máscara para ver cómo un compañero, también enmascarado y encapuchado, atravesaba el umbral de piedra que hacía las veces de puerta, a su izquierda. Caminando en dirección a él con decididas zancadas.

—¿Eres el relevo? —preguntó el mortífago al recién llegado, mientras éste se acercaba. Y solo entonces captó un destello. Un broche pequeño, discreto, del tamaño de un sickle, estaba enganchado a su túnica a la altura del pecho. Tenía la espeluznante apariencia de una realista calavera plateada, y una cinta de color verde que simulaba una serpiente salía por su boca. El hombre dejó escapar un gruñido arrepentido—. Sargento... Lo lamento, no le he reconocido... —se disculpó, entre dientes, enderezándose ligeramente. Sin pasársele por la cabeza tutearle de nuevo. El sargento llegó a su lado sin decir nada—. No sabía que hoy estaría aquí... ¿Qué puedo hacer por usted?

—Ve a la planta baja —le ordenó su superior, en voz baja. Una tenue nube de vaho escapó de su boca al hablar, por las rendijas de la máscara. El frío en aquel lugar era horroroso—. Y tráeme a tres hombres. Vamos a trasladar al prisionero a otra celda.

—¿Al...? —su interlocutor frunció el ceño y señaló los barrotes con un gesto de pulgar por encima de su hombro—. ¿Otra vez?

—Órdenes del Señor Oscuro —respondió el sargento. En un tono más frío. El mortífago peleó consigo mismo unos instantes. Parecía decidido a protestar, envalentonado ante la juventud del recién nombrado sargento, pero se contuvo. No iba a menospreciarlo, como habían hecho otros. Sabía de lo que era capaz, y no tenía intención de experimentarlo.

Rosa y EspadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora