Filius Flitwick pronunció la contraseña ante la gárgola que ocultaba el despacho del director, intentando elevar su chillona voz a pesar de encontrarse sin aliento debido a la carrera por los diferentes pasillos para llegar hasta allí. Hagrid, tras él, resoplaba también sonoramente, haciendo vibrar su espesa barba negra. Le daba la espalda, y apuntaba con su paraguas rosa en una mano, y su ballesta en otra, hacia los corredores contiguos.
—Profesor, no hay nadie por aquí. ¿Dónde estarán los muchachos? ¿Thomas y Finnigan? —murmuró, preocupado, mientras la gárgola se apartaba a un lado.
—Ha debido ocurrirles algo —pronunció el diminuto profesor, comenzando a ascender por la escalera de caracol que se abría frente a él—. Un imprevisto...
—¿En el despacho, o antes de llegar a él? —murmuró el semi-gigante, yendo tras él y mirando hacia lo alto de las escaleras, con desconfianza.
—Ahora lo comprobaremos —susurró Flitwick. Y el leve temblor que se apreció en su voz estremeció el corazón de Hagrid.
Al llegar arriba, ambos alzaron varita y paraguas al unísono, y apuntaron con ellos a la puerta del despacho. Estaba entreabierta. La atravesaron despacio, Flitwick en primer lugar, atentos a cualquier ruido, a cualquier sombra.
El despacho estaba en penumbra, a excepción de la luz de la luna que se colaba por las amplias ventanas. Nada más entrar, ambos supieron que algo había ocurrido. El ambiente olía a óxido. Olía a magia. A pesar de la oscuridad, vieron que todo estaba destrozado. Los cristales de las vitrinas y vidrieras de las ventanas habían estallado, y los diferentes muebles habían saltado por los aires, aterrizando de cualquier manera, generalmente en astillas. El dorado soporte en el que el fénix Fawkes solía dormitar, estaba volcado y partido por la mitad. La alfombra, cubierta de escombros que habían caído del techo.
El profesor de Encantamientos agitó su varita sin esfuerzo, en un cotidiano gesto, y las luces de las diferentes velas que adornaban el despacho se encendieron con una amarillenta luz que hizo más débil la de la luna.
—M-Merlín, no... —gimió Hagrid. Y su voz fue un sollozo instantáneo. Su ballesta cayó sobre la alfombra con un golpe seco.
El profesor Flitwick no contestó. Se limitó a cerrar los ojos un instante. Mientras Hagrid daba media vuelta, dando la espalda al centro de la habitación, sin dejar de sollozar con fuerza, él se acercó despacio hacia los dos cuerpos que yacían en el suelo. Sus cortas piernas amenazaron con fallarle.
Estaban tirados uno casi sobre el otro, en posiciones diferentes y aleatorias. Como dos muñecos que acabasen de caer desde lo alto, y nadie se hubiera preocupado de recolocarlos. Filius se arrodilló en el suelo, a su lado, y se inclinó hacia uno de ellos. Seamus yacía bocarriba, con los ojos vacíos, fijos en un techo que ya no podía ver. La boca, cerrada, y un rictus de terror en sus facciones. El semi-duende acarició su mejilla con una de sus delgadas y algo arrugadas manos. Se mordió el labio inferior mientras dos gruesas lágrimas escapaban desde sus ojos. A Dean, tirado sobre su amigo, no le veían el rostro, pero estaba indudablemente muerto.
Hagrid, a sus espaldas, sollozaba con desesperación. A Flitwick le pareció que lograba acercarse unos pasos, porque escuchó su voz por encima de su cabeza.
—Eran... Merlín... eran tan buenos chicos —balbuceó entre atropelladas inhalaciones—. Tan... jó-jóvenes... ¿Q-quién... quién...?
Pero Flitwick ya había apartado la mirada de los dos chicos. Sus diminutos ojitos estaban escrutando a su alrededor. Asimilando que no había nadie.
—No podemos hacer nada por ellos. Tenemos que abrir las chimeneas —susurró, casi sin voz. Poniéndose en pie con dificultad—. ¿Puedes hacerlo tú? Voy a mandar un Patronus para avisar de esto...
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Rosa y Espada
RomanceDraco Malfoy, ante la prolongada ausencia de la profesora de Runas Antiguas, se dedica a revolucionar la clase a sus anchas con ayuda de sus colegas, impidiendo estudiar. Hermione Granger, alumna responsable y aplicada, no piensa quedarse de brazos...