Capítulo 1

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Me desperté más temprano de lo usual, pues tenía que alistarme para estar lista en cuanto papá hubiera terminado de ayudar a los de la mudanza a cargar y subir al gran camión todos los muebles grandes, incluida la base de mi cama que me encargué de destender en cuanto me levanté. Me vestí rápido con lo que había escogido el día anterior, mis pantalones favoritos; unos vaqueros de mezclilla azul oscuro; y una blusa blanca de manga corta. Me puse mis aretes favoritos, los cuales constaban de un par de alas de mariposa plateadas, pues no me gusta usar oro. Me coloqué los tenis y guardé la pijama en mi mochila. Tomé la gatera de sobre mi escritorio y metí a mi gatita dentro, no antes de cargarla y abrazarla escuchando sus lindos ronroneos. Luego abrí la puerta dejando ver la base de mi cama, mi escritorio, baúl y librero, y salí. Al llegar a las escaleras esquivé a papá y a los de la mudanza que ya estaban bajando los muebles de la estancia de arriba.

—Buenos días amor, ¿ya tienes todo listo? —me preguntó mi mamá mientras iba bajando con Leta en la gatera.

Mi mamá llevaba puesto su overol azul que tanto le gustaba, y su cabello estaba recogido en un par de trenzas las cuales hizo chongo.

—Buenos días, sí.

—Pásame tu mochila, almohada y las sábanas para meterlas al auto —pidió, estirando su mano para tomar mi maleta de entre las mías.

—¿Vamos a desayunar en el camino? —pregunté mientras nos acercábamos al auto— ¿Ésta maleta va enfrente o atrás? —Volteó a verme mientras yo sostenía en mi mano izquierda la maleta que creo era de mi hermana.

—Atrás —respondió a mi segunda pregunta. Le pasé la maleta junto con mi almohada—. Nos detendremos en la cafetería pasando la segunda caseta. ¿Está bien?

—Sí, sí.

Terminamos de guardar todo en el carro y papá junto con los de la mudanza subieron y bajaron varias veces más hasta vaciar el segundo piso. Sentí una ligera punzada en al pecho cuando sacaron de la casa el baúl que por tantos años había tenido en la esquina de mi habitación. Sin pensar llevé mis ojos al dorso de mi mano derecha y miré la pequeña cicatriz que me había hecho el abrir ese baúl hacía tantos años.

Los trabajadores terminaron de sacar las tres bases de cama y mi hermana salió detrás de ellos. Llevaba puesto unos shorts de su color favorito, amarillo,  y una blusa de Izma, villana de Las locuras del Emperador.

—¿Y eso de dónde salió? —preguntó mi mamá. Y creo, por su tono al decirlo, que creyó que todas las maletas ya habían sido guardadas por ella.

—Es para llevar conmigo. Dentro están mis audífonos, mis lentes de sol, suéter —empezó a nombrar cada una de las cosas que llevaba en su mochila. Algunas, indispensables, y otras que no tenía caso llevar consigo—... botella de agua y a Os. —Éste último era un peluche de un oso blanco que desde muy pequeña lleva consigo.

—Bueno, colócalo en tu lugar —le dijo y me volteó a ver—. Deja a Leta adentro para que ahorita que se vayan podamos revisar, agarrarla e irnos igual.

Entré a la casa y la dejé en donde antes había estado el sillón de la sala. Al bajarla observé las marcas que habían dejado los sofás sobre el suelo por tantos años estáticos ahí. Me levanté y subí por las escaleras que eran tan familiares para mí. Sabía cuántos escalones tenía, pues yo los había contado uno por uno varias veces cuando era pequeña. E igual que había hecho antes, subí contando los escalones uno a la vez. Dieciocho. Eran dieciocho.

Avancé por el pasillo, entré al baño, vacío. Todo lo que antes estuvo allí, ahora estaba guardado en cajas. Salí y seguí avanzando hasta llegar al cuarto de lavado, donde tantas noches entré para programar la lavadora (cosa que tardé años en aprender, pues se me dificultaba memorizar los botones). Subí las escaleras que llevaban a la azotea, y miré los cerros al fondo —que en los últimos años estuvieron incendiándose constantemente—. Me conmovió; ya no los volvería a ver desde donde estaba.

Salí del cuarto y revisé las habitaciones que me llenaban de recuerdos, hasta que llegué al cuarto de mi hermana. Habitación donde por algunos años jugamos a las muñecas, donde nos ocultamos al jugar a las escondidas, y donde casi nos descalabramos por jugar con una mecedora.

Me asomé por su ventana y ahí estaba el camión, siendo cargado con las últimas cajas que quedaban.

Llegué a mi habitación, o bueno, cuarto que por más de diez años pude llamar "mío". Contemplarlo desnudo es un dolor que no había sentido antes. Me dolió verlo, pero no fue como cuando te golpeas sin querer en el meñique del pie, fue como cuando esa persona a la cual consideraste un amigo íntimo en tu vida se vuelve un extraño.

Observé las paredes que ya no vestían con mis cuadros y dibujos con los que por años estuvo cubierto. Me dirigí al closet el cual muchas veces vacié para deshacerme de ropa, y me acerqué hacia la ventana; ya jamás volverían mis ojos a ver a través de ella. Su vista no la extrañaría mucho, frente a mí podía ver un terreno abandonado que la gente usa como su basurero. No lo extrañaría. Pero era mi ventana. O al menos lo fue hasta ahora. Me quedé mirando el lugar donde hacía unos minutos había estado mi cama, donde dormí por última vez hoy, y sentí mis ojos humedecerse.

Mientras me dirigía fuera de la habitación, pude apreciar las marcas en la pared donde antes había habido pintura, la cual mi hermana y yo nos encargamos de gastar con tantos golpes de patines, carritos, y movidas de camas que hicimos en su momento.

La vida no se trata de cuánto avanzamos, sino de las huellas que dejamos. Y al menos la casa que hoy dejábamos atrás llena de ellas, podría decir: "Aisha y Kanya pasaron por mí".

Bajé las escaleras por última vez y me reuní con mi familia que ya estaba junta en la sala.

— ¿Estás chipil?—me preguntó papá. Volteé a verlo, y cuando él pudo observar las lágrimas en mis ojos, me abrazó. Kanya sorbió su nariz, haciendo evidente que también estaba llorando, así que él estiró su brazo y nos abrazó a las tres.

El momento estaba siendo conmovedor hasta que escuchamos un "meow" proveniente de nuestra querida gata longeva y Kanya soltó una carcajada que nos hizo a todos reír.

— ¿También tú estás chipil, Leta? —le preguntó mi mamá, apaciguando la risa que todavía se distinguía en su voz para después agacharse y acariciarla a través de la pequeña puerta metálica de la gatera.

—Muy bien, señoritas —dijo papá, observándonos una a una—, y bola peluda —agregó burlón mirando a Leta—, nos espera nuestra casa.







Chongo: También conocido como "moño" es un peinado que consiste en recoger el cabello y enrollarlo a la altura de la nuca.

Chipil: Del náhuatl chipini "Llovizna". Palabra usada en México para referirte a una persona que está triste o baja de ánimo.

Una DecisiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora