Capítulo 34

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Procurábamos seguir saliendo los tres juntos. Disfrutaba mucho la compañía de ellos. Estar ahí juntos eran momentos que no cambiaría por nada. Ese lugar me hace sentir a salvo; aprecio cada instante ahí. Y ahora sí los puedo llamar verdaderamente amigos; convivir y coincidir con vivir todos lo mismo nos unió, o al menos me unió a mí a ellos; supongo ellos ya eran unidos antes de mí.

Jabér, Rakia y Mahir vivían en mis pensamientos todo el tiempo, y, aunque no quisiera admitirlo, también pensaba mucho en Jacques. Hoy precisamente era uno de los días de la semana en que podríamos encontrarnos, y no sabía qué pensar. Una parte de mí quería verlo, pero la otra, que era más razonable, me gritaba que no lo buscara. Hacía años que no me gustaba alguien. Años. Y quería mantenerlo así. Me molestaba desvivirme por alguien, pero a la vez ese reboloteo en el estómago era un tentativo vicio.

No hacía tanto que nos conocíamos. ¿Por qué entonces me ponía así?

La salida del parque estaba a unos metros de mí, y mis neuronas coherentes me decían que no diera un paso más. Solo quería azomarme, y saciar mi necesidad de saber si Jacques estaba cerca. Pero la mitad racional de mi cerebro tomó las riendas de mis pies y me obligó a girarme en dirección contraria.

Aunque aún dudaba.

De verdad quería verlo. Quería sentir ese vértigo en mi estómago, esas palpitaciones en mi corazón que se aceleraban cuando él me miraba. Moría de intriga en saber si estaba cerca. «Pero parecerás idiota si lo esperas a la puerta» me dije. Y me alejé de la salida.

«¿Pero y si sí está ahí?» Mi corazón aceleró con pensarlo, sin embargo me mantuve de espaldas. Tal vez si me volteaba no resistiría asomarme y perdería.

Saqué mi teléfono para distraerme y reproduje mi playlist, me coloqué los audífonos y sumergí mis ideas en el sonoro violín de Antonio Vivaldi. Me dejé viajar y enrollar por sus notas, que me mecían lentamente primero y después con fuertes olas.

No quería parecer una loca mocosa que se moría por verlo, no quería darle el placer de ver cómo había hecho efecto en mí. No quería que ningún joven pudiera decir que caí en sus encantos, ninguno que no fuera en el futuro mi esposo. Yo quería conservarme al cien para él, y no sucedería si un chavo cualquiera se metía en el camino.

Salvo que Jacques no era un chavo cualquiera.

Solo en ese momento cruzó por mi mente: «¿Y si él...?»

—¿Qué escuchas? —susurraron a lo lejos. Me sobresalté ligeramente y saqué un audífono de mi oído. Y ahí estaba su rostro. Sentí que el mundo se detenía para mí.

En vez de responderle le presté el auricular. Aún intentaba prestar atención a lo que estaba pasando, porque no me tragaba por completo que estuviera aquí, frente a mí.

Al tomar el audífono rozó mi piel y sentí todos los vellos de mi brazo erizarse. Me molesté conmigo misma por la sensación.

—Uuh —murmuró, con los ojos cerrados, mientras escuchábamos al gran violín llevando sus notas de un lado a otro. Sacudiéndolas. Como si ellas corrieran y el arco intentara alcanzarlas para rasgarlas nuevamente. Sonaba tan mágico. Aún más a causa de quien estaba a unos centímetros mío.

Me obligué a dejar de pensar en su cercanía y su fresco aroma, y me viajé por las notas hasta pensarme del tamaño de una hormiga que rebotaba sobre las cuerdas del violín, y luego saltaba hasta caer en las dóciles teclas del piano. Bailé con las notas, danzando a su son y sintiendo la armonía llevarme de un rincón a otro. El vals se volvió más rítmico, se transformó en una batalla. La armonía crecía, se intensificaba y me sentí como un ratón, corriendo sobre las teclas, huyendo, sin poder llegar a ningún lado. El violín se volvió más rápido, y el pobre ratón no lograba llegar al final. Parecía una rueda sin fin. Violentos sonidos rebotaban por todas las paredes y las teclas del piano crecieron, hasta ser el triple de grandes que el pequeñito ratón que procuraba seguir corriendo. Hasta que me hallé acorralada entre las partituras, y cuando creí que ya no podría con la tensión musical, cesó el sonido y la cubierta del piano se desenrolló para servir de resbaladilla al ratoncito, que no terminó de bajar porque se estrelló contra un muro.

Una DecisiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora