Capítulo 24

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La noche despidió el sol arropando el firmamento con sus oscuros colores y las estrellas asomaron haciéndose brillar entre las negruzcas nubes. Era una de las muchas cosas que me gustaba de ya no vivir en la ciudad: ver las estrellas. En las noches por la ciudad lo más que llegaba a contar de estrellas eran siete o nueve, gracias a la porquería de contaminación que teníamos como cielo. Y cuando salíamos de viaje a algún pueblo donde cada ciertos kilómetros había una o dos casas, podíamos ver muchas estrellas que me eran desconocidas en la ciudad; mi papá me contaba que cuando iba de campamento llegó a ver el cielo completamente estrellado, sin ningún espacio donde no hubiera una estrella. A veces cierro mis ojos o miro el cielo y me imagino ese montón adornando el firmamento. Ahora me gustaba mirar arriba y contar más de sesenta o setenta estrellas del cielo de Alarquivo.

Me puse mi pijama que se conformaba por un pants y una sudadera, y me senté sobre mi cama. No cené. Mi cuerpo estaba lleno de adrenalina y el hambre no quiso saludar. Al menos no el hambre donde ingieres comida; porque sí estaba hambrienta de lo que me pudiera decir o enseñar Jabér. Me acosté como si fuera a dormir. En caso de que alguien entrara me viera durmiendo, pero mi alma no estaría en mi habitación; me encontraría en un lugar lejos y a la vez cercano. Rakia.

Lo pedí en voz alta y en un santiamén me encontré en el bosque con la preciosa luz de un inexistente sol abordando entre los árboles. Me encontraba en la misma área en la que había estado hacía unas horas, antes de que hablara con mi mamá. La luz me cegó un poquito, pero era tan cálida y reconfortante que no tardé nada en acostumbrar mi vista al paisaje. Los árboles eran aún más altos de lo que recordaba ser. Sus troncos eran muy gruesos y por unos segundos me sentí abrumada; aunque mi corazón se alegró de golpe porque sentía en mi interior el galopar de Mahir. Venía nuevamente por mí.

Emocionada di vueltas para lograr acertar en qué dirección venía. Su bella cabeza negra llegó galopando entre los árboles de mi izquierda. Corrí a su encuentro y hundí mi cabeza en su cuello. Sus cabellos acariciaban mis mejillas y meneaba su cabeza a la vez que sus cascos golpeaban rítmicamente el blando suelo. Me sujeté fuerte a su cuello y aspiré su delicioso aroma.

—Sí sobreviví —le dije, con una risa tonta.

Me separé para mirar sus ojos negros. Redondos. Profundos. Era como ver una fosa marina; infinita, honda, lejana, sin final, y a la vez tan llena de vida; del mismo modo que es el cielo, oscuro, alto y lejano, con esas estrellas que le daban vida. Había estrellas en los ojos de Mahir, aún cuando pudieran parecer dos canicas negras que no enfocan nada, tenían vida, y me miraban a mí.

¿Qué vería Mahir en los míos?, ¿le serían igual de fascinantes como me parecen a mí los suyos? Mas, contando con que Mahir veía todos los días a Jabér, seguro mis ojos no le eran igual de llamativos.

¡Y eso era por lo que venía!

Bueno, venía para hablar con Jabér, no por sus ojos.

«Pero si lo veo para hablar es imposible no ver sus ojos.»

Reprimí una sonrisa feliz, y Mahir me sintió. O sintió mi deseo. Cual haya sido de las dos, me impulsó a subirme en él y fuimos a buscar a Jabér.

Esta vez el viaje fue largo. Y sé que lo fue porque Mahir corría muy rápido y los campos que miraba a mi derecha tardaban mucho en desaparecer; era fácil deducir lo extensos que eran. Y apreciaba verlos. Había pegado mi pecho al cuello de Mahir y dejado envolver por el viento. El sonido de los cascos me sumió en un reconfortante estado de relajación, hasta que mis ojos alcanzaron a ver el inicio de un campo de girasoles.

Cuando vi ese montón de bellas flores me erguí. Ansiaba ver más, sin embargo al alzarme no alcanzaba a ver todo el campo; así como no alcanzas a ver todo el mar, sino solo hasta donde tus ojos llegan a enfocar. Quería entrar ahí y rodearme de los largos tallos verdes, quería tocar los pétalos, y definitivamente deseaba echarme a ver el cielo con todos esos girasoles rodeándome. Era mi flor favorita y nunca había estado cerca de una. Siempre las había visto en ramos que vendían personas en la calle, o las florerías, sin embargo nunca recibí un ramo con girasoles, y nunca me había acercado a verlas a menos de un metro; porque claro que las había visto, si no no serían mis favoritas. Por lo tanto tampoco nunca las había tocado. Yo no conocía lo que era su olor, ni su tacto; me hacía una idea, pero es mejor cuando lo vives de a de veras.

Una DecisiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora