Capítulo 30

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El fin de semana se fue más rápido de lo que creí. El viernes mi hermana salió con sus amigas, y mis papás y yo anduvimos metiéndonos a algunas tiendas para que papá se probara unos pantalones que desde hacía tiempo quería. Yo no pude resistirme a entrar a una, porque en la puerta tenían estantes con libros; solo hojeé algunos y anoté los títulos de otros que me atrajeron.

Y con tantas tiendas y tantas personas no podían faltar los shedas. Me acerqué a mi mamá para señalarle el lugar donde había estado un sheda, y se sorprendió, aunque obvio no vio ni sintió nada. Era mi forma de ahora compartirle mi vida. Ella no podía verlos, pero me creía; eso era suficiente para mí, y por ello ahora le decía dónde estaban los shedas y como se veían.

Al final Kanya y sus amigas se compraron unas bolsitas sorpresa de princesas y dijeron que los usarían de llaveros para las mochilas que se llevaban a entrenar. A mi hermana le tocó la sirenita, a Isa Rapunzel y a Abril Cenicienta.

En los dos días siguientes hubo un par de visitas a Rakia junto a Najim, el comienzo de mi lectura La otra Bolena —libro el cual avancé bastante en dos días—, y jugar cartas con mis papás y Kanya. Papá ganó y Kanya pidió la revancha porque ella estaba a punto de ganar. Quien ganó fui yo; se descuidaron y no vieron que me quedaba una sola carta. Fue cuestión de paciencia para ganar.

Paciencia... Eso me recordó el frijol. Me trajo mi relación con mi hermana a la mente, la forma en la que ahora debía tratarla...

Y ahora era lunes.

Primer día de escuela.

Último año de preparatoria.

Habíamos tenido bastante tiempo para acostumbrarnos a nuestro nuevo hogar, las calles, la gente, las casas, los comercios, y la escuela. Los cuatro habíamos venido unas semanas atrás para recoger el uniforme de Kanya, el cual no le encantó porque el chaleco "picaba". A mí en cambio sí me gustaba. Era una vestido overol gris oscuro, calcetines y zapatos negros, camisa blanca de manga corta con negro en el borde del cuello y de las mangas, chaleco verde con botones dorados, y una ralla amarilla en la orilla; y aunque sonara súper feo, a ella se le veía muy lindo. Todo lo que vestía se le miraba precioso. El uniforme no fue le excepción.

Yo por mi parte no llevaba uniforme. Cuando dejé la secundaria, el uniforme se quedó con ella; ahora podía vestir como me placiera, y era una de las cosas que Kanya me echaba en cara al principio. En cambio ahora se había acostumbrado.

Papá salió más temprano que nosotras porque era el nuevo profesor de matemáticas de una escuela más lejana a la nuestra. No quiso entrar como profesor a Ocampo porque no quería que tuviéramos problemas por ser alumnas e hijas del profesor de matemáticas; cosa que pasó con Kanya cuando ella estaba cursando primero de kínder. No quería que se repitieran los problemas.

Mamá salió con nosotras caminando —no estaba lejos la escuela—, y llegamos más temprano que la mayoría. Siempre llegábamos más temprano que todos. Si algo eran nuestros papás era puntuales; así fue como se conocieron y enamoraron en primer lugar.

Ocampo era conformado por dos edificios individuales en forma de L. Como fuimos los primeros nos pasamos al edificio de Kanya, que estaba al lado del mío. La entrada tenía una reja negra que daba hacia el patio, el cual era grande y se compartía con los de kínder, primaria y secundaria, en diferentes horarios; tenía una cancha de básquetbol y voleibol y de frente a la entrada se levantaban dos pisos color beige con salones abajo para kínder y arriba para primaria y secundaria; frente a los salones, del lado contrario a la cancha, estaban los baños y arriba el ala del director y subdirector. A un lado del patio había un gran jardín donde se encontraba una alberca y la cancha de futbol, y entre el edificio y el jardín, había un patio más pequeño donde tenían juegos para los de kínder.

Una DecisiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora