Capítulo 3

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La carretera cambió. Ya habíamos dejado el oscuro y contaminado cielo de la ciudad atrás, y ahora el azul fresco nos aguardaba junto con muchos árboles verdosos y bosques no incendiados que rodeaban la carretera. Parte de la carretera atravesaba por dentro de un cerro tan verde y lleno de vida que no eché de menos la apestosa ciudad. Había campos llenos de vacas con sus becerros y caballos preciosos con sus potrillos.

Nos adentramos en un camino un poco más angosto lleno de gallinas ovejas. Estábamos por llegar al pueblo. Del lado de mi ventana volví a ver un campo con vacas, y mis ojos capturaron el momento exacto en el que una de ellas orinaba; sonreí al momento. Y, cuando el sol estaba pasando su punto más alto, llegamos a nuestra casa.

Era blanca y de dos pisos, en su entrada tenía dos ventanas en forma de óvalos grandes partidos a la mitad y la puerta en el centro era de madera caoba.

Mi papá estacionó el auto en la cochera y yo me bajé tomando con mi mano izquierda la gatera donde se encontraba Leta, y me dirigí dentro de la casa para depositarla cerca de las escaleras que se encontraban a mi derecha.

Regresé afuera para ayudar a descargar el auto, pero no hizo falta, papá venía cargando con las maletas de todas y mi mamá junto a Kanya traían en sus manos las cajas de los colchones inflables que usamos para dormir hacía varias horas antes.

—¡Háganme espacio! —exclamó mi hermana mientras depositaba en el suelo la caja que traía en manos y corría, con bastante rapidez, hacia el baño que se encontraba del lado izquierdo de las escaleras.

—Ojalá corriera así cuando su entrenador se lo pide —suspiró papá, mientras depositaba las maletas frente a la puerta de cristal que daba a nuestro inmenso jardín.

Reí. Por primera vez en el día reí de verdad. Mi padre tenía toda la boca llena de razón, Kanya nunca corría así cuando su ex profesor de fútbol se lo pedía.

—¡Te escuché! —le gritó Kanya desde el baño.

—¿Y qué? —cuestionó papá— Tengo mucha razón en cuanto a tu forma de correr.

—¡No es verdad! Cuando Hugo me pedía que corriera más rápido, lo hacía.

—Solo mientras te observaba... —replicó en voz baja.

—¡También escuché eso! —respondió mientras se alcanzaba a oír el agua del retrete irse.

La puerta del baño se abrió de golpe y mi papá exclamó un pequeño "ay" antes de que su persecución comenzara. Casi tropieza con las maletas que se encontraban detrás suyo al tratar de huir de su, nada dócil, hija.

Después de ver cómo ambos salían disparados fuera de la casa, me incliné sobre la gatera para sacar a Leta de dentro.

Salió lentamente, sacando primero su pata derecha. Pude observar cómo su pequeña cabeza rayada de colores grises, negros y naranjas se levantaba y agachaba varias veces, olfateando su nuevo hogar.

—Bueno —dijo mamá, posando sus dos manos sobre su cadera—, mientras esos dos se persiguen como perros y gatos ayúdame a sacar de las cajas lo que va en la cocina, para poder desayunar decentemente mañana.

La seguí para vaciar las cajas que ya se encontraban ahí. La cocina era más pequeña que la de mi antigua casa, pero cumplía con los requisitos de una decente.

—¿No importa en qué cajón guarde los utensilios? —le pregunté, mientras me agachaba para abrir una de las cuatro cajas cafés que se encontraban frente a la puerta trasera de la cocina.

Puertas. Muchas puertas. La casa tenía más de éstas de las que podía contar con los dedos de mis manos.

—No, no importa. Tú guárdalos donde mejor te parezca —me dijo, mientras abría las ventanas y puertas. Hacía calor.

Una DecisiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora