Capítulo 8

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Me sobresalté y aparté. Dirigí mi vista a lo que me había agarrado. Pero no había sido esa cosa. Con lo que me encontré fue con el rostro de Marlon.

Nos miramos. Ella no pronunció nada, pero sus ojos dijeron mucho. Solté el aire que inconscientemente había contenido en mis pulmones.

—¿Todo bien? —preguntó Leo.

Su voz sonaba lejana.

—Sí...

Mi respuesta no sonó firme como yo habría querido. Pero mi mente divagaba y mis ojos buscaron lo que esperaban no encontrar detrás de Marlon. Gran parte de mí habría anhelado que se hubiera ido. Pero no. Estaba ahí, con su cuerpo huesudo y rostro sin piel. Estaba detrás de Marlon, a tan solo un metro y medio de distancia. Apolo ladró. Eso hizo que Leo se agachara para calmarlo y que yo diera un pequeño brinco.

Marlon me rodeó con su brazo otra vez y comenzó a caminar. No dijo nada, solo nos alejamos del ser, que ya no nos siguió. Junto con nosotras los demás también avanzaron. Nadie habló, solo nos dedicamos a acabarnos el helado y, bueno, en el caso del pobre Cristian: el resto que quedaba en su cono.

En su momento no pregunté quién empujó el barquillo hacia su rostro. Y la verdad es que ahora tampoco quise saber quién fue el responsable.

Mordí la mitad del mío que ya tenía poco helado mientras veía los pies de Marlon a mi lado avanzar al mismo tiempo que los míos. Sus agujetas brincaban con cada paso que daba. Esbocé una sonrisa al tiempo que noté que disminuíamos la velocidad para terminar caminando detrás de todo el grupo. Marlon tomó cierta distancia de ellos. Supe el porqué, así que tomé la oportunidad que ella había creado e inicié la conversación que nunca creí que tendría con alguien.

—¿Desde cuándo...? —inquirí.

—Comencé a verlos a los seis —respondió sonoramente—. ¿Tú...?

—A los ocho. —Como no habló, continué— Estábamos en mi cuarto de estudio, vi por la ventana y uno de ellos estaba asechando a la vecina. No recuerdo haberme asustado, solo sé que le dije a mi mamá que había una cosa fea cerca de la vecina; ella volteó y no vio nada. Me preguntó qué es lo que veía y se lo describí. Ella llamó a mi papá y me dijo que se lo contara; ese hombre hizo la cara de burla más fea del mundo y decidí callarme —lastimosa, mordí el interior de mi labio—. Por la forma en la que mis padres me veían creí que no era un tema del que debía hablar. Así que no volví a mencionar nada con respecto a eso —no quise que se lamentara por mí, así que le pregunté—: ¿Dónde los viste tú por primera vez?

Sentí su rostro girar hacia mí, pero yo tenía la vista en la calle.

—En casa de mis abuelos —tomó aire—. Estaba saliendo de su dormitorio, éste daba hacia la sala, y el sheda estaba sentado en uno de los sillones. Solo pude verlo por una fracción de segundos. Creí que lo había imaginado, por eso no le dije a mis papás. Hasta que meses después, otra vez en casa de mis abuelos, volví a verlo. Estaba detrás mío cuando yo dejaba mis platos sucios en el fregadero. Esa segunda vez pude verlo por más tiempo, hasta que mi tía entró a la cocina y me distrajo —tomó una pausa para acabarse su helado—. Esa noche se los dije a mis papás y me dijeron que cuando volviera a ver algo así fuera con ellos y se los dijera.

Pude haberle hecho cualquier comentario, pero de mi boca salió la pregunta que me estaba carcomiendo.

—¿Por qué sheda?

Desde que la palabra "sheda" fue salida de sus labios mi atención fue completamente robada por ella.

Hicimos contacto visual y en sus ojos vi cavilación. Se relamió los labios.

Una DecisiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora