62 || beggin' (on my knees)

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Charles Leclerc

Desperté con la luz entrando por las rendijas de las persianas de mi habitación. El sol era tan intenso que iluminaba gran parte de la silenciosa estancia.

Iba cobrando la conciencia y lo primero que hice fue extender mi brazo izquierdo por la cama. Me hice daño al forzarlo y gemí, deteniendo la inspección del colchón. Estaba vacío y no yo no podía hacer grandes esfuerzos con ese brazo porque los malditos vendajes apretaban una barbaridad y la más mínima rozadura me hacía ver un cielo estrellado que no se correspondía en absoluto con la hora.

Mientras me desvelaba de aquel sueño, me noté más liviano. Ya no sentía ardor en la cabeza ni las articulaciones pesadas. Esas bolsas de hierro que ataron a la cama unas horas atrás se habían esfumado. Respiré con el estómago y llevé mi mano derecha, la sana, por todo el abdomen. No había camiseta que cubriera mi torso, pero tampoco recordaba habérmela quitado. Esa etapa febril me había dejado sin memoria y sin fuerzas, aunque estas últimas parecían aumentar con los segundos.

Al cabo de unos minutos que invertí en inhalar y expirar a un ritmo constante y profundo, creí escuchar un ruido que debía proceder de la cocina y la idea de que Helena siguiera en casa resurgió de sus cenizas.

Tras desperezarme y bostezar, salí de la cama. Iba a hacia el pasillo, pero la forma alargada del termómetro atrapó mi atención. Encendí el aparato y me lo puse en la axila. La fiebre debía haber bajado mucho, puesto que no sentía fría ni ganas de imbuirme bajo una tonelada de mantas térmicas que me aislaran de aquella destemplada sensación.

Descalzo, caminé por el pasillo de mi apartamento. Me tallé el ojo derecho y, de repente, la fuerte luz que venía de fuera me congeló al entrar en el salón. La cocina, unida a esa estancia de la casa, también estaba a la vista y, cuando la luminosidad me lo permitió, ubiqué a Helena en uno de los taburetes, frente a la isla donde ya habíamos desayunado en otras ocasiones.

—¿Helena? —la llamé sin obtener ninguna respuesta de vuelta. Confuso por su silencio, caminé hacia ella y puse mi mano izquierda en su espalda. Fue un gesto suave que no me provocó dolor alguno y que a ella la sacó de sus ensoñaciones—. Tesoro? —Giró el rostro—. Buenos días —Y besé su mejilla.

—Ah, perdón. No te había escuchado —se disculpó, olvidando el teléfono móvil sobre la mesa antes de girar ciento ochenta grados, darle la espalda a la isla y mirarme, cara a cara—. Buenos días.

No se había cambiado de ropa. Llevaba la misma camiseta de tirantes negras y la misma falda blanca con motivos florales que cuando llegó a casa la noche anterior.

—¿Qué estabas haciendo?

—Unas amigas me preguntaban por ti. Julia estaba intentando animarme. No importa ... —Sacudió de un modo adorable la cabeza y me observó tras el cristal de sus gafas—. ¿Cómo te encuentras? ¿El brazo no te duele? ¿Estás mejor?

—Sí —Asentí—. Gracias a ti.

Mi sonrisa le gustó. Las esquinas de sus ojos se arrugaron ligeramente, siendo ese el precedente a una sonrisa que alegraba toda su carita.

—¿Y la fiebre? —Puso su mano derecha en mi frente y yo me precipité a besar su palma con cuidado de no hacerle daño en la quemadura vendada—. Ya no estás ardiendo —Suspiró—. Puede que el médico acertara con lo del estrés ...

—Es probable que fuera un cúmulo de estrés. No estoy hecho para soportar tanto de golpe —Expuse—. El termómetro dirá en un par de minutos —Le señalé el objeto que tenía bajo el brazo izquierdo.

Parecía contenta con mi estado.

—Tienes mejor aspecto —Corroboró mientras sus dedos caían por mi rostro hasta volver a su regazo—. Es un alivio.

fortuna » charles leclerc Donde viven las historias. Descúbrelo ahora