90 || las apuestas conllevan riesgos

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Helena Rivas Silva

La tarde se pasó volando. Estaba anocheciendo cuando regresamos a la casa para ducharnos y prepararnos de cara a cenar fuera. Sobre las diez, marchamos hacia un restaurante del que Charles había oído muy buenos comentarios y no nos defraudó para nada. Ninguno se fue de aquel local sin el estómago lleno y un muy grato recuerdo del trato que nos dieron. Un par de horas después, alrededor de medianoche, todos estábamos tan cansados del viaje que, en vez de quedarnos un rato más en la terraza, optamos por retirarnos a nuestras habitaciones con la intención de levantarnos temprano y aprovechar el segundo día desde primera hora de la mañana.

Igualmente, cuando entramos en nuestro cuarto y cerré la puerta, el cansancio se desvaneció de mi cuerpo y mente. Quise preguntarle a Charles, que había entrado primero y se había encargado de abrir la única venta de la habitación. Era grande y, al llegar casi a esa del suelo, dejaba ver un pedazo ancho del pueblo, que iba descendiendo en adorables escalones hacia la playa.

—La cena ha estado muy bien, ¿verdad? —habló él y yo aparté la mirada del ventanal para observarle pasear por la estancia mientras se quitaba el reloj que sustituía por el momento al Richard Mille—. Me habían recomendado ese restaurante, pero ha sido mejor de lo que esperaba —Apuntó, satisfecho con el servicio y la comida.

Solté mi bolso sobre la maleta abierta.

—Sí. Todo estaba delicioso —Secundé su opinión.

Hacía calor, aunque corría una fina brisa que aliviaba pobremente el sofoco de aquella noche de agosto. Por lo tanto, tras sentir sudor en mi nuca, cogí el coletero que traía en la muñeca y me recogí parcialmente el cabello.

Charles caminó hacia mí, pero en el trayecto se sacó la camisa color caqui de un simple movimiento y la echó a los pies de la cama. También tenía calor.

—Especialmente la merluza —dijo con más detalle y, a pesar de la triste iluminación que había en el cuarto por entonces, la tibia luz de la lamparilla de noche bastó para que distinguiera algo En su espalda—. En Mónaco hacen una que ... —Toqué en el lugar y la suave presión de mis dedos cortó el flujo de su voz—. ¿Qué pasa?

—Te has quemado —Indiqué, apenada—. Mañana te echaré más veces crema —le aseguré.

Su risita rebotó por las cuatro paredes.

—Eres peor que mi madre.

Alejé la mano de aquella mancha rojiza en su piel y, enfurruñada, volví a centrarme en mi maleta, en busca de una blusa que juraría haber traído y que no había encontrado antes de irnos a cenar.

—Te dolerá y entonces te quejarás —le advertí. Era muy quejica cuando quería y yo solo pretendía que no sufriera innecesariamente con cosas que podrían prevenirse—. Mejor prevenir que curar.

Se sentó en la cama, atento a cómo revolvía mi ropa sin descolocarla demasiado.

—¿Y tú? —me interpeló.

—Yo nunca me quemo —declaré, dando por fin con el paradero de la camisa violeta.

—Desnúdate y así lo compruebo —demandó de repente.

Y ahí estaba el motivo por el cual no nos iríamos a dormir tan temprano como prometimos al resto.

Su descaro me resultó divertido, así que le seguí el ritmo y me incorporé otra vez. Por la sonrisa que gobernaba su rostro, no tuve ninguna duda de que había ansiado que nos quedásemos a solas.

—Buena idea —Acepté y, sin más dilación, me deshice de la camiseta negra. No obstante, una vez la lancé a la cama, junto a la suya, puse los brazos en forma de jarra y escruté su semblante, ya bañado de una lujuria reseñable—. ¿Me puedo dejar el bikini? ¿O no te gusta?

fortuna » charles leclerc Donde viven las historias. Descúbrelo ahora