38 || jacintos violetas

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Helena Silva

Me mantuve a una distancia prudencial de Charles, incluso dentro del jardín que rodeaba parte de la casa. Él no parecía molestarse por mi frío comportamiento. Permanecía a mi lado, hablando de cómo había pasado el día y de las inagotables energías de mi hermano, sin darle importancia a mi sombrío silencio.

—Helena —Detuve mi caminar y me giré. Charles se había quedado algo atrás, cerca de las flores más azuladas del jardín—, ¿qué nombre tienen? —Las analizó, acercando el brazo—. Son preciosas —dijo antes de parar en seco—. ¿Puedo tocarlas? ¿No son venenosas? —Buscó mi aprobación.

El jacinto había florecido maravillosamente bien. Sus flores acampanadas crecían hacia el cielo, como espigas, con esos bonitos colores azules y morados que, antaño, pasé horas contemplando.

—No son venenosas, tranquilo —Me sonreí, caminando de vuelta a él—. Son jacintos. Jacintos violetas —murmuré en castellano. Charles tocó el tallo con sus dedos descubiertos y fue ascendiendo hasta las primeras flores—. En francés es ... —Dudé, así que, mientras admiraba la hermosa planta, hice la búsqueda en mi móvil y confirmé el nombre que le daban los francófonos—. ¿Jacinthe? —Probé a decir la palabra—. Creo que se dice así.

—Mi madre es una obsesa de las flores, pero nunca había visto estas —Me explicó, oliéndolas—. ¿Llevan aquí mucho tiempo?

Recordaba perfectamente aquel día, cuatro meses después de que mi madre falleciera.

—Mi padre mandó plantarlas unos meses después de que mi madre muriera —Le comuniqué, apagada.

Un par de jardineros invadieron el jardín que mi madre había cuidado hasta su muerte. Los setos estaban muy desarreglados, sin podar, y las flores, marchitas o inexistentes. Cuando esos hombres tomaron aquella parcela de tierra y dejaron que las semillas germinaran, no pensé que tuviera sentido alguno, pero papá andaba tan deprimido en ese entonces que me obligué a encontrar un motivo por el que hubiera mandado plantar unas flores que no había visto nunca antes. Así pues, busqué información una vez crecieron y abrieron sus flores de un melancólico color aturquesado.

—¿Qué significan? —preguntó Charles.

—El arrepentimiento —Perdí la noche del espacio y del tiempo durante un segundo—. No te he contado lo que pasó la noche que murió, ¿no? —hablé.

—Solo sé que murió en un accidente de coche.

—Fue más que un accidente —Algo me impidió tragar saliva—. Mis padres no estaban pasando por una buena etapa en su matrimonio. Discutían casi todos los días. Era insoportable porque yo creía que se querían y me dolía ver cómo se hacían daño mutuamente —dije, recordando algunas de esas peleas—. Los negocios de mi padre tampoco marchaban muy bien. No sabía gestionar el fracaso y lo pagaba con nosotras.

Al pausar la narración, él comprendió lo que me refería. Dudó porque dudar nos hace humanos, pero acabó por verbalizarlo a pesar del terror y del rechazo que le provocaba aquella imperdonable posibilidad.

—¿Os ...?

No le di tiempo a concluir la pregunta.

—No —negué—. Por lo que sé, nunca le puso la mano encima a mi madre y a mí no me golpeó hasta esa noche. Solo fue una vez y prefiero no tenerla en cuenta —manifesté, en un intento por odiar menos a mi progenitor—. Quiero creer que fue algo puntual y que no habría seguido si mi madre estuviera aquí hoy —Le aclaré, indecisa—. Mi madre estaba fuera de casa cuando recibió una llamada de su abogado. No llegué a saber lo que le dijeron, pero se puso histérico. Sus gritos se escuchaban por toda la casa y yo bajé para intentar calmarlo. Mi madre siempre hacía eso. Ella conseguía que entrara en razón; yo no —Autosaboteé mi nula capacidad de tranquilizar a nadie a la edad de trece años—. Aunque siempre había sido un buen padre, no sé qué mierda pasaba por su cabeza esa noche porque no parecía él mismo. Me dio pánico. Incluso lanzó el teléfono al suelo. Lo rompió delante de mí y salí corriendo. Estaba tan asustada que llamé a mi madre —Llegando a ese punto de la historia, había girado mi anillo más de cincuenta veces—. Era lo poco que podía hacer además de llorar y llorar. Entré a mi habitación, eché el cerrojo y llamé por teléfono a mi madre para que volviera porque la situación no mejoraba. Me prohibió colgar hasta que llegara a casa. Entonces, mi padre empezó a aporrear la puerta. Esos golpes se confundían con los truenos porque la tormenta había empeorado. Todo me daba miedo. Solo ... Solo recuerdo que tenía ganas de vomitar —Con la mirada hundida en los pequeños pétalos azules, pestañeé, sintiendo una fina capa de agua en mis ojos—. Cuando mi padre logró entrar, intentó que cortara la conversación con mi madre y, en el forcejeo, me abofeteó. Yo grité tan alto que mi madre lo escuchó. Sé que se gritaron el uno al otro y que se echaron cosas en cara, pero lo único que recuerdo a día de hoy es cómo él le repetía que se fuera con su amante y no volviera —expresé, revelando un secreto a voces que, tras la muerte de mamá, corrió como la pólvora por el pueblo.

fortuna » charles leclerc Donde viven las historias. Descúbrelo ahora